En Oriente encontramos una bellísima oración
penitencial escrita por el sirio san
Efrén (306-373) para rezar y meditar en este santo tiempo de Cuaresma. Durante
la semana, en la Liturgia de los Dones Presantificados, luego de la Pequeña
Entrada y las lecturas, el sacerdote bizantino dice[1]:
“Señor y
Maestro de vida, no me abandones al espíritu de pereza, de desánimo, de
dominación y de vana charlatanería[2].
Antes bien, hazme la gracia, a mí tu siervo, del espíritu de castidad, de
humildad, de paciencia y de caridad[3].
Sí, Señor-Rey, concédeme el ver mis faltas y no condenar a mi hermano. ¡Oh, Tú,
que eres bendito por los siglos de los siglos. Amén”[4].
Para conocer en una
primera lectura[5]:
¿Por qué esta oración breve y tan simple ocupa
un lugar tan importante en la oración litúrgica de la Cuaresma? La razón es
porque enumera de una manera muy afortunada todos los elementos negativos y
positivos del arrepentimiento, y constituye de alguna manera, una
ayuda-recordatorio para nuestro esfuerzo de Cuaresma. Este esfuerzo mira
primeramente a liberarnos de algunas enfermedades que empapan nuestra vida y
nos ponen prácticamente en la imposibilidad de comenzar a volvernos hacia Dios.
La enfermedad fundamental es la pereza
(indolencia, espíritu de ocio). Es esa extraña apatía, esa pasividad de todo
nuestro ser, que siempre nos inclina más bien hacia abajo que hacia arriba y
que nos persuade constantemente de que ningún cambio es posible, ni deseable en
consecuencia. Se trata en efecto de un cinismo profundamente arraigado que
responde a toda invitación espiritual: “¿Y para qué?”, y convierte de esta
manera nuestra vida en un desierto espiritual horrible. Esta pereza es la raíz
de todo pecado porque envenena la energía espiritual en su misma fuente.
La consecuencia de la pereza es el desánimo
(pusilanimidad, desaliento). Este es el estado de acedía -o de asco- que todos
los Padres espirituales contemplan como el peligro más grande para el alma. La
acedía es la imposibilidad que tiene el hombre de reconocer algo como bueno o
positivo: todo se reduce a lo negativo y al pesimismo. Se trata verdaderamente
de un poder demoníaco dentro de nosotros, porque el diablo es fundamentalmente
un mentiroso. Engaña al hombre sobre Dios y sobre el mundo; llena la vida de
oscuridad y de negación. El desánimo es el suicidio del alma, porque cuando el
hombre lo posee es absolutamente incapaz de ver la luz y de desearla.
La sed de dominación (lujuria del poder,
ambición). Por extraño que parezca son precisamente la pereza y el desánimo los
que llenan nuestra vida del deseo de dominar. Viciando completamente nuestra
actitud frente a la vida, y volviéndola vacía y sin ningún sentido, nos obligan
a buscar compensaciones en una actitud radicalmente falsa con los otros. Si mi
vida no está orientada hacia Dios, no contempla los valores eternos,
inevitablemente se volverá egoísta y concentrada sobre sí misma, lo que
equivale a decir que todos los demás se convertirán en objetos al servicio de
mi propia satisfacción. Si Dios no es el Señor y Maestro de mi vida, yo me
convierto en mi propio señor y maestro, el centro absoluto de mi universo, y
comienzo a evaluar todo en función de mis necesidades, de mis ideas, de mis
deseos y de mis juicios. De esta manera el espíritu de dominio vicia desde su
base mis relaciones con los otros; busco sometérmelos. Este deseo de dominar no
se manifiesta necesariamente en la necesidad efectiva de mandar o de dominar a
los otros. Puede volverse también en indiferencia, desprecio, falta de interés,
de consideración y de respeto. Se trata de la pereza y del desánimo pero esta
vez en su relación con los demás; lo que culmina el suicidio espiritual en un
homicidio espiritual.
Y para terminar: la vana charlatanería (palabra
inútil, locuacidad). De todos los seres creados, sólo el hombre ha sido dotado
del don de la palabra. Todos los Padres han visto en ello el “sello” de la
imagen divina en el hombre, porque Dios mismo se ha revelado como Verbo (Jn. 1,
1). Pero por el hecho de ser el don supremo, el don de la palabra es
precisamente el mayor peligro. Por el hecho de ser la expresión misma del
hombre, y el medio de realizarse él mismo por esta misma razón es el motivo de
su caída y de su autodestrucción, de su traición y de su pecado. La palabra
salva y la palabra destruye. La palabra inspira y la palabra envenena. La
palabra es instrumento de verdad y la palabra es medio de mentira diabólica.
Teniendo un excelente poder positivo, ella posee también un terrible poder negativo.
Verdaderamente crea positivamente o negativamente. Desviada de su origen y de
su fin divinos, la palabra se vuelve vana. Tiende una mano poderosa a la
pereza, al desánimo, al espíritu de dominación y transforma la vida en un
infierno. Llega a ser la potencia misma del pecado.
He aquí, pues, los cuatro puntos (objetos)
negativos considerados por el arrepentimiento; estos son los obstáculos que hay
que eliminar; pero sólo Dios puede hacerlo. De ahí la primera parte de la
oración de Cuaresma: ese grito de fondo de nuestra impotencia humana. Después
la oración pasa a los objetivos positivos del arrepentimiento que también son
cuatro.
[1] A
cada parte le sigue una postración-metanía
(metanóia, designa justamente la
penitencia-conversión).
[2] Señor y Soberano de mi vida! Toma de mí el espíritu de la pereza, pusilanimidad,
la lujuria del poder, y palabrería./ Señor y dueño de mi vida, el espíritu de ocio,
de indiscreción, de ambición y de locuacidad, no me lo des.
[3] Sin embargo, dar lugar al espíritu de la castidad, humildad, paciencia,
y el amor a tu siervo./ Más
el espíritu de castidad, de humildad, de paciencia y de amor, concédemelo a mí,
tu siervo./ Dame la gracia, a mí tu servidor/tu sierva, del espíritu de
castidad, de humildad, de paciencia y de caridad.
[4] Sí, Señor y Rey! Concédeme ver mis propios errores y no juzgar a
mi hermano, porque Tú eres bendito por los siglos de los siglos. Amén. / Sí, Señor y Rey,
concédeme percibir mis propias ofensas y no juzgar a mis hermanos, porque
bendito eres por los siglos de los siglos. Amén.
[5] Alexandre Schmeman, La Gran Cuaresma, Framonpaz, 1986.
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