La castidad. Si no reducimos este término como
muchas veces sucede equivocadamente a su acepción sexual, la castidad puede ser
considerada como la contra-partida positiva de la pereza. La traducción exacta
y completa del término griego “sofrosyni” y del ruso “tsélomondryié” debería
ser “total integridad”. La pereza es ante todo dispersión, fraccionamiento de
nuestra visión y de nuestra energía, incapacidad de ver el todo. Su contrario
es, pues, precisamente la integridad. Si nosotros entendemos habitualmente por
el término castidad la virtud opuesta a la depravación sexual, es que el
carácter roto de nuestra existencia, no se manifiesta con mayor intensidad en
ninguna otra parte como en el deseo sexual, esa disociación del cuerpo con la
vida y el control del espíritu. Cristo restaura en nosotros la integridad y lo
hace dándonos de nuevo la verdadera jerarquía de valores y llevándonos a Dios.
El primer fruto maravilloso de esta integridad o
castidad es la humildad. Es por encima de todo la victoria de la verdad en
nosotros, la eliminación de todas las mentiras en las que vivimos
habitualmente. Sólo la humildad es capaz de verdad, capaz de ver y aceptar las
cosas como son y de ver a Dios, su majestad, su bondad, y su amor en todo. Por
ello se nos dice que Dios concede su gracia al humilde y resiste al soberbio.
La castidad y la humildad vienen seguidas de la
paciencia. El hombre “natural” o “caído” es impaciente porque, estando ciego
consigo mismo, está dispuesto a juzgar y a condenar a los demás. Teniendo una
visión fragmentaria, incompleta y falsa de todas las cosas, lo juzga todo a
partir de sus ideas y de sus gustos. Indiferente a todos, menos a él mismo,
quiere que la vida de lo dé todo aquí mismo, ya.
La paciencia, por el contrario es una virtud
verdaderamente divina. Dios es paciente no porque sea “indulgente” sino porque
ve la profundidad de todo lo que existe, porque la realidad interna de las
cosas que, en nuestra ceguera nosotros no vemos, está al descubierto delante de
Él. Cuanto más nos acercamos a Dios, más pacientes nos hacemos y más reflejamos
ese respeto infinito por todos los seres que es la cualidad propia de Dios.
Finalmente la corona y el fruto de todas las
virtudes, de todo crecimiento y de todo esfuerzo, es la caridad, este amor que
como ya hemos dicho no puede ser dado más que por Dios, el don que es el
objetivo de todo esfuerzo espiritual, de toda preparación y de toda ascesis.
Todo esto se encuentra reunido en la petición
que concluye la oración de Cuaresma y en la que pedimos: “ver mis propias
faltas y no condenar a mi hermano”. Porque, finalmente, no hay más que un
peligro: el del orgullo. Por tanto, no me basta ver mis propias faltas, porque
incluso esta aparente virtud puede volverse orgullo. Los escritos espirituales
están llenos de normas contra las formas sutiles de una pseudo-piedad, que en
realidad, bajo cobertura de humildad y de autoacusación puede conducir a un
orgullo verdaderamente diabólico: pero cuando nosotros “vemos nuestras propias
faltas” y “no juzgamos a nuestros hermanos”, cuando en otros términos,
castidad, humildad, paciencia y amor son una sola cosa en nosotros, entonces y
solamente entonces, es destruido dentro de nosotros nuestro último enemigo, el
orgullo.
Después de cada petición de la oración nos
postramos. Este gesto no está reservado a la oración de San Efrén, mas
constituye una de las características de toda oración litúrgica cuaresmal. Sin
embargo, en esta oración su significado se entiende mejor. En la larga y
difícil recuperación espiritual, la Iglesia no separa el alma del cuerpo. El
hombre todo él se ha apartado de Dios en su caída; el hombre entero deberá ser
restaurado; es todo el hombre quien debe volver a Dios. La catástrofe del
pecado reside precisamente en la victoria de la carne –lo animal, lo
irracional, la pasión en nosotros- sobre lo espiritual y lo divino. Pero el
cuerpo es glorioso, el cuerpo es santo, tan santo que Dios mismo “se ha hecho
carne”. La salvación y el arrepentimiento no son pues desprecio o negligencia
del cuerpo, sino restauración de éste en su verdadera función como expresión de
la vida del espíritu, como templo del alma humana que no tiene precio. El ascetismo
cristiano es una lucha no contra el cuerpo sino en su favor. Por esta razón,
todo el hombre –cuerpo y alma- se arrepiente. El cuerpo participa de la oración
del alma, lo mismo que el alma reza por el cuerpo. Las postraciones, signos
psicosomáticos del arrepentimiento y de la humildad, de la adoración y de la
obediencia, son pues el rito cuaresmal por excelencia.
Alexandre
Schmeman, La Gran Cuaresma,
Framonpaz, 1986.
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