miércoles, 15 de marzo de 2017

MEDITANDO LA ORACIÓN DE SAN EFRÉN EL SIRIO PARA LA SANTA CUARESMA (TERCERA PARTE)


Para profundizar en una segunda lectura[1]:

“Señor y dueño de mi vida”
“Señor” evoca el misterio inaccesible del “Dios más allá de Dios” hyperthéos. Ese Dios que no me resulta un extraño, me hace existir gracias a su Voluntad, anima mi barro con su Soplo, me llama y pide mi respuesta, se convierte por su encarnación en el “dueño de mi vida”. Él da sentido a mi vida, incluso y sobre todo cuando ese sentido se me va de las manos. “Dueño” aquí, a pesar de subrayar la transcendencia, no significa tirano sino Padre sacrificial y libertador que quiere adoptarme en su Hijo y respeta infinitamente mi libertad. Su Hijo encarnado, en quién está totalmente presente, nace en un establo, se deja asesinar por nuestra cruel libertad, resucita, pero sólo se revela a quienes le aman. Precisamente ese “dueño” crucificado es el dueño de la vida. Solamente Él puede liberar nuestra libertad y transfigurar con un soplo vivificante la oscura pasión de nuestras vidas. La grandeza de ese Rey consiste en hacerse nuestro siervo. “Estoy entre vosotros como el que sirve”.
Por lo tanto, mi relación con ese dueño no es de servidumbre, sino de confianza libre. Es el “dueño de mi vida” porque es fuente, porque la recibo de Él continuamente, porque es el que da y el que perdona, es decir que continúa dándonos con superabundancia un porvenir renovado. “Ve y no peques más”. Existo gracias a ese amor infinitamente discreto que me eleva sobre cualquier condicionamiento y necesidad, que se hace siervo para que quienes quieran ser sus siervos se conviertan en sus amigos. La ascesis que acentúa la Cuaresma será de auténtica liberación si se realiza en la dinámica de la fe. Y la fe, en primer lugar, es el riesgo de la confianza. En Ti, dueño de la vida que se revela en un rostro, pongo toda mi confianza. En tu Palabra, en tu Presencia ya que no eres un simple ejemplo, eres el no-separado que te conviertes en nuestro lugar, un lugar de no-muerte: “Venid a mí todos lo que estáis cargados y cansados y yo os aliviaré”. Reposar, ponerse por partida doble en lo divino y en lo humano. Eres un lugar para nosotros, huérfanos de la tierra natal, de costumbres sensatas, de civilizaciones ásperas y duras pero de silencio y lentitud, para nosotros nómadas sin poesía de las megápolis; eres el lugar de la vida, su dueño. En ese lugar, cavaremos las catacumbas de las que emergerán las catedrales del futuro.

“Aleja de mí el espíritu de pereza y de abatimiento, de dominio y de palabras vanas”
Hay un camino. Tú eres el camino. Pero hay obstáculos en ese camino que definen nuestra fundamental condición de pecado, esa que Jesús recordó a los que querían lapidar a la mujer adúltera.
La "pereza" no es la clinofilia d'Oblomov, la de las mañanas de vacaciones sino que significa el olvido, del que los ascetas dicen que es el "gigante del pecado". El olvido es la incapacidad de sorprenderse, de maravillarse, de ver. El no-despertar, una especie de sonambulismo, tanto el de la agitación como el de la inercia, sin otro criterio que el de la utilidad, la rentabilidad, la relación calidad precio. Es el ruido interior y exterior, que para unos será la agenda demasiado llena en la que cada momento se engrana con el siguiente y para otros, la agenda demasiado vacía, la violencia y las drogas blandas o duras. Es el no comprender que el otro existe de manera tan interior como yo, no pararse por nada, ni ante la emoción de una música o de una rosa y no dar gracias por nada porque tengo derecho a todo. Ignorar que todo se enraíza en el misterio y que el misterio habita en mí. Olvidara Dios y a la creación de Dios. No saberse aceptar como una criatura que tiene un destino infinito. Olvidar la muerte  y el posible sentido más allá de esa muerte; es una neurosis espiritual que nada tiene que ver con la sexualidad -que se convierte en un medio para olvidar- sino con el rechazo a la "luz de la vida" que da sentido al otro, al mínimo grano de polvo, a mí mismo.
Este olvido, que llega a ser colectivo, abre los caminos del horror. Entonces decimos que Dios no existe, se acentúa nuestra neurosis y los ángeles perversos de la nada invaden el escenario de la historia. Señor y dueño de mi vida, despiértame.
Esa "pereza", esa anestesia del todo el ser, su insensibilidad, la cerrazón del corazón, la exasperación del sexo, del intelecto, conduce al "abatimiento", a lo que los ascetas denominan "acedia", al hastío de la vida y a la desesperanza. ¿Para qué hacer nada?. Se da entonces la fascinación del suicidio, la burla universal. Estoy de vuelta de todo, todo me da igual, heme aquí cínico o adormecido. Muy viejo y sin espíritu de infancia.
También se puede poner los pies en polvorosa y huir con el espíritu de "dominio" y de las "palabras vanas". Necesitamos esclavos y enemigos, los inventamos, podemos incluso sacralizarlos, como lo mostró René Girard. Dominar es sentirse dios, tener enemigos es hacerlos responsables de la propia angustia. Torturar a otro, porque siempre es el que tiene la culpa, violar su cuerpo y quizás violar también su alma, tenerlo a nuestra merced, al borde del aniquilamiento, pero sin permitirle escapar con la muerte, es hacer la experiencia de una especie de omnipotencia, casi divina. En él, me odio como ser mortal. Pisoteándole, pisoteo mi propia muerte. Hemos conocido a reyes-dioses y a tiranos  divinizados, en el ejercicio del poder se rodea de una aureola de sacralidad a la cual las naturalezas "feminoides", como las llamaba Proudhon, son particularmente sensibles.
Por eso los primeros cristianos, se negaban a decir al precio de su vida, que el César era Señor. Sólo Dios es Señor. Otros cristianos, en nuestro siglo, se han negado a adorar la raza o la clase y lo han pagado caro. Al recordar que hay que dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, Cristo exorcizó la sacralidad del dominio. A través de los siglos, los cristianos no siempre lo han hecho; por ejemplo, santificaron un emperador que había matado a su hijo y a su mujer, porque creían que había puesto el domino al servicio de Dios. Tenemos la esperanza, realizada a veces, de que un poder se convierte en servicio. Ilusión costosa casi siempre.
¿Hasta qué punto está contaminada la misma Iglesia por el espíritu de dominio?
En cuanto a las "palabras vanas", -la expresión es evangélica-, designan cualquier ejercicio del pensamiento y de la imaginación que se substrae del silencio, al asombro y a la angustia de ser, al misterio. Conciernen a cualquier aproximación al hombre que intenta explicarlo o reducirlo, ignorando en él lo inexplicable y lo irreductible, y a toda  aproximación a la creación que desprecie sus ritmos y su belleza. Apropiación y no emoción. Fantasmas de un arte que ya no quiere ser nupcial.
Pertenecemos a una civilización de "palabras vanas", de imágenes vanas, en la que necesidades hipertrofiadas, piratean de deseo, en la que el dinero modela los sueños, en la que la publicidad se convierte en lo opuesto a la ascesis, que es la disminución voluntaria de las necesidades para compartir y dejar libre el deseo. Sin embargo, en espera de una palabra de vida, calibrando su peso de silencio y de muerte desenmascarada, hay una palabra de resurrección.



[1] Olivier Clément, Unidos en la oración, Narcea, Madrid, 1995.

No hay comentarios:

Publicar un comentario