"Concédeme a mí tu
siervo, espíritu de castidad, de humildad, de paciencia y de amor"
En cada petición, nos reconocemos
"siervos", criaturas creadas de nuevo por un Soplo que asciende de lo
más profundo de nosotros mismos. La oración no es una simple meditación; es
encuentro, entrada en relación, "conversación", decían los antiguos
monjes. Porque Dios nos habla a través de la Escritura, de los seres y de las
cosas, de las situaciones de nuestra existencia y a través de su presencia con
palabras de silencio, llenas de dulzura, toques de fuego en el corazón (y no
palabrería inventada, impúdica e ilusoria). Sólo una oración así puede romper
el círculo mágico de la filautía, del narcisismo metafísico, del espíritu de
"dominio" y de suficiencia. Las "virtudes" que enumera la
oración y que coexisten para unirse, se enraízan así en la fe. En ésta
perspectiva, la "virtud" no es simplemente moral, sino que participa
de la humanidad de Cristo, humanidad deificada donde las virtualidades de lo
humano están plenamente realizadas por la unión con los nombres que reflejan.
Castidad está lejos de designar sólo la
continencia, como desearía una acepción moralizadora y encogida; más bien evoca
integración e integridad. El hombre casto no vive dislocado, arrastrado como
una paja por las olas de un eros impersonal. El monje para quien la castidad
significa continencia (aunque no toda continencia sea casta), consume su eros
en el ágape, en el encuentro del Dios Vivo, infinitamente personal, en la
inagotable admiración -primero dolor luego asombro- hacia el Crucificado
vencedor de la muerte. A partir de ese momento puede encontrarse con los demás
con una atención desinteresada, anciano-niño, "bello anciano" atraído
por la no-separación crística.
La castidad para el hombre y la mujer que se
aman con un amor noble y fiel es en Cristo unido a su Iglesia, en Dios que se
desposa con la humanidad y con la tierra, a la luz de la uni-diversidad
trinitaria, la transformación, -agápica también- de eros en un encuentro, en
expresión de ternura y en recíproco descubrimiento. El niño, pequeño huésped
desconocido, o el huésped inesperado o demasiado conocido, surgen siempre a
tiempo para impedir que la pasión se encierre en ella misma en una parodia de
absoluto.
Casta es una palabra, un pensamiento, una
expresión que atraviesa, con toda franqueza y realismo la pureza fundamental,
el respeto de los cuerpos, la unión de la vida en un misterio que la pacifica y
unifica. La Biblia vomita el éxtasis impersonal de la prostitución
sagrada; en el "Cantar de los
cantares" pone el acento en un encuentro deseado, perdido, encontrado,
porque Dios es el "siempre buscado" decía Gregorio de Nisa, a partir
de una humilde fidelidad, ya que Dios es el siempre fiel.
La "humildad" inscribe la fe en la
existencia cotidiana. No poseo nada que no me haya sido dado. Precario, con
frecuencia a punto de romperse, el hilo de mi existencia sólo se aguanta y se
consolida gracias a la extraña voluntad de Otro. La humildad "es un don
del mismo Dios y un don que procede de Él", dice San Juan Clímaco,
"porque se dijo: aprended, no de un ángel ni de un hombre, sino de mí -de
mí permaneciendo en vosotros, de iluminación y de mi actuación en vosotros- que
soy manso y humilde de corazón, de pensamiento y de espíritu y vuestras almas
encontrarán la paz en sus combates y el descanso de su pensamientos".
Humilde es el publicano de la parábola que no pretende la virtud, él, el
"colaborador" despreciado, y sólo cuenta con la misericordia de Dios;
mientras que el fariseo, demasiado perfecto, seguro de él mismo, orgulloso de
su virtud, no tiene sitio para él y para Dios en el mundo: él lo ocupa todo. El
hombre humilde, al contrario, hace sitio, se abre a la gratuidad de la
salvación, la acoge agradecido revistiendo su corazón con un vestido de fiesta.
Humildad -humus: no destrucción, sino
fecundidad. La humildad es activa, labra la tierra, la prepara para que
produzca el ciento por uno cuando haya pasado el Sembrador.
La humildad es una virtud que se ve en los
demás, pero que es imposible de descubrir en uno mismo. Quien diga: soy
humilde, será un pobre vanidoso. Se llega a ser humilde sin pretenderlo, por
medio de la obediencia, el desprendimiento, el respeto del misterio en su
gratuidad, la apertura, en definitiva, a la gracia. Sobre todo, por el "temor de Dios",
que no es el terror del esclavo ante un amo que castiga, sino el miedo
inesperado a perder la vida en la ilusión, en la potencia del yo, en la
ampulosidad de la nada de las "pasiones". El "temor de
Dios" nos hace humildes, nos libra del temor del mundo -soy libre porque
ya no tengo nada, dice un personaje del Primer Círculo de Soljenitsyn-, se
transforma poco a poco en ese temor maravillado que proporciona todo gran amor.
La humildad se expresa en la capacidad de atención a los demás, a las vetas de
madera, al escorpión que encontramos en el peldaño de la escalera, incluso a
esa nube efímera en un instante tan bello. La humildad permite la atención, la
capacidad de "ver los secretos de la Gloria de Dios ocultos en los
seres".
La humildad es el fundamento y la cima de las
virtudes, invisibles a nuestros ojos. Es una especie de sensibilidad de todo el
ser hacia la resurrección.
Aunque nada podamos saber de la inasequible
humildad, podemos aprender mucho de la paciencia ante las humillaciones. Lo que
buscamos en la abstinencia, lo hallaremos en la paciencia ante las inevitables
vicisitudes y tragedias de la existencia, como dicen los monjes a los que
permanecen en el mundo. La paciencia es, en efecto, un monacato interiorizado.
Por lo tanto lo contrario del abatimiento que con tanta frecuencia procede del
deseo, en cierto modo adolescente, de tenerlo todo lo antes posible (la
paciencia condujo a Teresa de Lisieux a transfigurar esa impaciencia en
exigencia de santidad). La paciencia confía en el tiempo. No sólo en el tiempo
ordinario en el que la muerte tiene la última palabra, en el tiempo que desgasta,
separa y destruye, sino también en el tiempo mezclado de eternidad que nos
ofrece la Resurrección. El tiempo que conduce a la muerte es el de la angustia;
el tiempo que conduce a la resurrección de la esperanza. De este modo, la
paciencia está atenta a las maduraciones a veces paradójicas como la del grano
que muere para dar fruto abundante. Sabe, en efecto, que las experiencias de
muerte pueden convertirse en etapas, casi rupturas de nivel iniciáticas, que
nos lanzan al pie de la cruz vivificante y hacen rebrotar en nosotros el agua
viva del bautismo. Cuando parece que Dios se retira, cuando la mirada del otro
me petrifica o se petrifica en la muerte, cuando se vienen abajo las esperanzas
personales y colectivas, la paciencia confía. Está próxima a la caridad de la
cual San Pablo nos dice que "Todo, lo excusa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo soporta" (1Co 13,7).
Los padres evocaron con frecuencia la
"paciencia de Job"; Dostoiesvky y Berdiaev, evocaron también la
rebelión, no en el vacío sino en una especie de fe. Job rechaza las amables
teodiceas de los teólogos de salón, pero sabe que Alguien le busca a través de
la experiencia misma del mal.
El poeta tiene razón: "Cada átomo de
silencio / es una oportunidad / de un fruto maduro".
Y todo culmina en el "amor" que es la
síntesis de todas las "virtudes", cuya esencia es Cristo. Liberarse
por medio de la paciencia y de la esperanza, de las "pasiones"
impacientes y desesperadas, permite adquirir poco a poco la apatheia, que no es
la impasibilidad estoica, sino la libertad interior y la participación del
"amor loco" de Dios en sus criaturas.
Simeón el Nuevo Teólogo decía del hombre que se
santifica que se convierte en "un pobre lleno de amor fraterno".
Pobre, porque se desprende de sus papeles, de su importancia social (o
eclesiástica), de sus personajes neuróticos, porque se abre simultáneamente a
Dios y a los demás, sin separar oración y servicio. Entonces es cuando puede
discernir la persona del prójimo, bajo las máscaras de fealdad y pecado, como lo
hace Jesús en los evangelios, y así pacificar a quienes se odian y quisieran
destruir el mundo.
La escena del juicio en el capítulo 25 de San
Mateo, muestra que el ejercicio del amor activo -alimentar, acoger, vestir,
albergar, curar, poner en libertad- no tiene necesidad alguna de hacer ondear
la bandera de Dios, pues el hombre es para el hombre un sacramento de Cristo,
"hombre-máximo". Un sacramento secreto y concreto.
Abba Antonio añade: "La vida y la muerte
dependen de nuestro prójimo. En efecto, si nos ganamos a nuestro hermano, nos
ganamos a Dios. Pero si escandalizamos a nuestro hermano, pecamos contra
Cristo".
Isaac el Sirio decía: "Hermano, esto es lo
que te mando: Que el peso de la compasión incline en ti la balanza hasta que
experimentes en tu corazón la misma compasión que Dios siente por el
mundo".
“Señor Rey, concédeme poder ver mis pecados y no juzgar a mi
hermano, porque tú eres bendito por los siglos de los siglos, Amén”
La última petición, denuncia y desenmascara una
de las formas horribles del pecado, en el plano personal y en el colectivo:
justificarse condenando, odiar, despreciar, descalificar con la buena
conciencia del justo.
"Ver los propios pecados" obedece a la
primera exhortación del Evangelio: "Arrepentíos porque ha llegado el Reino
de Dios". Es cierto que con la aparición de la luz, las tinieblas se
alejan de nosotros. El hombre que se descubre de esta manera, cuya inteligencia
y corazón -identificados con la Biblia- se convierten , reconoce su error, la
pérdida a la cual ha arrastrado a otros, la nada que le acecha,; incluso
comienza a apoderarse de él, el abismo sobre el que ha lanzado unos tablones
ridículos y rotos. Esta es la parte positiva del "recuerdo de la
muerte" del que hablan los ascetas: poner al desnudo la angustia fundamental
que rechazamos y que se manifiesta en el odio al hermano, en la frenética
necesidad de juzgarle y en definitiva de condenarle. Pero si el "recuerdo
de la muerte" se ve atravesado no ya por el ridículo sino por la fe, ésta
descubre, de manera aún más profunda, a Cristo, el pecado, la muerte. No me
siento juzgado, sino salvado, ya no juzgaré, sino que salvaré.
"Ver los propios pecados" no quiere
decir contabilizar transgresiones sino sentirse asfixiado, ahogado, perdido y
gesticular en vano por esa pérdida, traicionar al amor, burlándose de tanto
como se desprecia. Es asfixiarse en las aguas de la muerte para que se
conviertan en bautismales. Morir en Cristo para renacer con su aliento y hacer
pie en la casa del Padre. "Vale más ver los propios pecados que resucitar
a los muertos" dice un viejo adagio. Porque ver los propios pecados
significa pasar por la más dura de las muertes, mientras que después del
renacer "bautismal", la vida se multiplica sin que nos demos cuenta,
porque nos convertimos en "pacificadores" de la existencia. Aunque
sea preciso "verter la sangre del corazón", como decía el starets
Silvano del Monte Athos, para zarandear ciertas negaciones, resquebrajar la
piedra de algunos corazones y poder implorar la salvación universal.
Quien ve los propios pecados y no juzga a su
hermano llega a ser capaz de amar de verdad. El hombre hecho a imagen de Dios,
es secreto y amor, pero ese amor puede convertirse en odio. Respeto el secreto,
no espero nada a cambio. Obtener el amor, es pura gracia.
Entonces hay que bendecir, intentando ser no un
hombre de posesión -que posee y que es poseído-, sino alguien que hace el bien.
Reciprocidad de la bendición es bendecir sin límites a Dios que nos bendice,
bendecirlo todo en su luz, sin olvidar que la bendición, para que no se quede
en "palabras vanas", ha de ir acompañada de buenas obras. Hay que
hacer operante la bendición recibida en el fondo de uno mismo, someterse para
siempre para que pueda crecer, para que se convierta en bendición.
La oración de San Efrén sugiere de manera clara
lo que es la ascesis: ayunar, pero no tan sólo de alimento corporal, sino
también de lo que embota el alma, para que no vivamos solamente de pan (de
imágenes, de ruido, de excitaciones) sino de toda palabra que sale de la boca
de Dios. Ayunar de las pasiones, del deseo de dominar y de condenar para
alcanzar la libertad de la que nos habla San Juan Clímaco: "Sé rey en tu
corazón, reina en las alturas de la humildad, diciendo a la risa: ven, y que
venga; a las dulces lágrimas: venid y que vengan, y al cuerpo, servidor en
lugar de tirano: haz esto, y que lo haga".
Olivier
Clément, Unidos en la oración,
Narcea, Madrid, 1995.
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