sábado, 25 de marzo de 2017

La antropología bíblica de la Regla de san Benito I

Presentamos a continuación la primera parte (de seis) de la traducción “casera” de un artículo de Bernard de Gerardon, osb. titulado: “Antropología bíblica de la Regla de S. Benito”, publicado en Collectanea Cisterciensia 41,2 (1979), pp. 121-140. Nuestro propósito es ayudar a reflexionar y profundizar en la espiritualidad monástica, por eso sugerimos leer cada fragmento con atención y teniendo a mano la Biblia y la Regla de san Benito.

Los que quieran profundizar en la temática pueden consultar también:
Pierre Mourlon Beernaert, El hombre en el lenguaje bíblico, Corazón, lengua y manos en la Biblia, Cuadernos Bíblicos 46, Verbo Divino, Navarra, 1988, y Cecilia Falcini, “La antropología monástica en la Regla de Benito”, CuadMon 148 (2004), pp. 21- 38; Monachesimo: un camino di unificazione, Qiqajon, Bose, 1986.


Antropología bíblica
La antropología de la Biblia discierne en el hombre tres niveles de vida: el de la interioridad, el de la comunicación, el de la realización exterior[1]. Los distingue y los une. Los textos los presentan simultáneamente en un croquis conjunto: “El enemigo tiene la dulzura en sus labios, mientras que en su corazón planea tirarte a la fosa” (Eclo 12,16). O también: “¿Una palabra no vale más que un rico regalo? El hombre amable une los dos” (Eclo 17,17). La disposición interior de la caridad se traduce en la palabra comunicada y en la ofrenda exterior de un obsequio.
La alusión a cada uno de los tres niveles, a menudo discreta al punto de pasar desapercibida, se hace manifiesta cuando surgen en la frase las palabras claves que llaman la atención: la palabra corazón acarreando el cortejo de sus actividades (los semitas atribuyen al corazón los pensamientos, los sentimientos, los deseos, los proyectos…); la palabra boca y sus sucedáneos (los labios, la lengua, la palabra, la llamada, el grito…), la palabra mano y sus derivados (el brazo, el dedo, la acción, el gesto…). Cada nivel tiene un correlativo que hace juego con el término clave y juega un rol equivalente. Así, al corazón corresponden los ojos, sin duda porque ellos lo alimentan con sus percepciones y, por otra parte reflejan su estado; la Biblia los junta gustosamente: “Mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros” (Sal 131,1). A la boca que habla le corresponden las orejas que escuchan. Las manos son correlativas a los pies.
En las descripciones que dan los autores bíblicos, los sustantivos no están más que para revelar la presencia de uno de los tres niveles. Los verbos y los adjetivos hacen también lo mismo. El versículo citado en primer lugar, después de haber mencionado los labios y el corazón, recurre a las formas verbales meditar y arrojar, el primer y el tercer nivel. Desde entonces, los términos  cuyo empleo señala la aparición de uno de los tres niveles se multiplican. En la red del corazón y de los ojos aparecen entonces los verbos pensar, imaginar, amar, querer, mirar, ver, etc., y los adjetivos amable, decidido y otros. A la boca y a las orejas hacen de séquito las palabras hablar, reír, gritar, escuchar, hablador, mudo, sordo, elocuente… Las manos y los pies se asocian a los verbos obrar, marchar, correr, detenerse y los adjetivos hábil, rápido…
La percepción de los tres niveles distintos no es suficiente para dar cuenta de la antropología bíblica. De hecho, el hombre de la Biblia manifiesta su vitalidad haciendo jugar a la vez los tres niveles, que están en él conjuntamente, conectados el uno con el otro. Piensa, ama, mira; y por consiguiente, o antes o al mismo tiempo, habla o escucha; y, más aún, obra. La unión de los tres términos está lejos de ser estricta, pero es una constante en los escritos bíblicos para que se la pueda considerar como típico de una mentalidad. Cuando dos términos de la tríada están solos en la superficie, se siente que el tercero está subyacente.
Tal es, visto bajo el ángulo particular del ejercicio de su vida concreta, el hombre que presenta la Biblia. Esta visión es importante. No es, por otra parte, propia de la Biblia, sino que pertenece al conjunto de la mentalidad semítica. Desde la tercera mitad del tercer milenio antes de Cristo, aparece ya, en efecto, en el documento de la teología menfita[2]. Parece hasta universal, ya que en todas las civilizaciones, ordena la estructura del pensamiento, del lenguaje y de la acción[3].
La cultura greco-latina ha dado un vuelco a esta corriente. Entregándose a un esfuerzo de reflexión y abstracción, ha ubicado al hombre en el cuadro del dualismo materia-espíritu definiéndolo como un compuesto de cuerpo y alma. Por este paso, propone una antropología de tipo abstracta, analítica y estática, mientras que la precedente era concreta, sintética y dinámica. Los dos puntos de vista tienen su valor. Se complementan sin contradecirse, el uno elevando la reflexión filosófica y el otro la experiencia vivida. Antes de filosofar explícitamente, los griegos, se situaron en la corriente general: ¿Su logos no era el lugar común donde se encontraban hasta llegar a coincidir la palabra expresiva, el objeto exterior tomado en su forma de idea subjetiva, dicho de otro modo los tres niveles del lenguaje, de la exterioridad y del corazón?
Un rasgo notable de la antropología semítica es su parentesco con la teología. Esto es sorprendente en la tradición hebraica. Si el hombre de la Biblia es la única creatura dotada de pensamiento, de palabra y de acción, es porque Yavhé, del que es imagen, tiene las mismas características: Él piensa, habla y actúa. Dios tiene un corazón, misterioso, invisible, impenetrable-más aún que el del hombre- y este corazón está lleno de amor, de proyectos, de ideas, de pensamientos. Al corazón de Dios está unida su mirada: “Mis ojos y mi corazón estarán allí siempre”, dice el Cronista a propósito del Templo. (2Cro 7,16). Lo que Dios piensa, lo dice: “La boca del Señor ha hablado”, proclaman a porfía los profetas, antes de que Cristo sea definido como la Palabra misma de Yavhé. Yahvé no solamente habla, sino que escucha: “Escucha, Señor, mi gemido”, grita el salmista, “que tu oído esté atento al clamor de mi plegaria” (Sal 130,1). Dios tiene un corazón y una mirada, una boca y una oreja; Él tiene también una mano para actuar, y Él marcha. Rige los destinos de Israel “con su mano poderosa y su brazo extendido” (Deut 5,15). Y marcha hacia su pueblo: “Preparen en el desierto un camino para Yavhé, tracen derecho en la estepa un camino para nuestro Dios” (Is 40,3)
En Dios, los tres niveles no hacen más que uno: Él ama toda su obra, ve todo, y lo que dice, lo hace. En el hombre, por el contrario, en quien el pecado ha introducido incoherencias, la unidad está siempre amenazada: “Un pecado de la lengua que no puso su corazón” (Eccli 19,16). “A ustedes, las mujeres, lo que su boca promete, es necesario que sus manos ejecuten” (Jer 44,25).
La Biblia no tiene la pretensión de develar el misterio interno de Yavhé, sino de revelar sus relaciones con la creación y con el hombre. Las relaciones entre Dios y el hombre se desarrollan en los tres niveles de vida que le son comunes y que se transforman en lugares privilegiados de su encuentro. Yavhé mira lo que hace el hombre y lo ama: “Él escruta los riñones y el corazón” (Sal 7,10). Escucha los cantos, los gritos, las llamadas del hombre, y habla al hombre, que escucha o no escucha. Actúa en favor del hombre, el cual ve sus obras y puede, conociéndolas y admirándolas, amarle en su corazón[4].
La antropología de la Regla de San Benito (RB), como los elementos de la teología que le son conexos, permanecen radicalmente fieles al modelo bíblico. La concurrencia al modelo helénico casi no afecta la visión del hombre que propone san Benito. Sus estudios romanos, bañados de la corriente cultural greco-latina, no lo han marcado tan profundamente como la práctica de la Biblia, a la que ha dedicado sus largos años de “escuela del servicio del Señor”. La vida monástica ha hecho de él, evidentemente un “hombre de Dios” más que un letrado, un espiritual más que un humanista o un filósofo.
La RB, por tributaria que sea de diversos autores anteriores, ha sido considerada durante los siglos, como la obra de San Benito, quien ha puesto en todo caso de manera magistral la última mano. Se renunciará, en este breve artículo, al interés y al beneficio que podría aportar un examen comparativo atribuido a san Benito mismo y a las fuentes que utiliza ampliamente. Éste se contentará con mostrar cómo la RB en su totalidad está impregnada de la tríada bíblica, no sólo en las numerosas frases del texto, sino sobre todo en el espíritu general que ordena el depósito monástico: un dinamismo procedente de Dios, llevándonos a Él, y pasando por los tres caminos coordenados de la lengua, del corazón, y de las manos.

Continuará

[1] Esta concepción bíblica del hombre está desarrollada en nuestro libro: El corazón, la lengua, las manos. Una visión del hombre, Paris, Desclèe De Brouwer, 1974, 200 pag. Sobretodo tener en cuenta las paginas 9-87. Un bosquejo del presente artículo ha aparecido bajo el título “La antropología de la Regla”, Lettre de Ligugè 141, 1973-3, pp.22-26.
[2] Este texto venerable que constituye sin duda el más viejo ensayo filosófico de la historia humana. Dice particularmente esto: “Este es él (corazón) que da todo conocimiento, es la lengua la que repite lo que el corazón ha pensado… Así son creados todos los trabajos y todo el arte, la actividad de las manos, la marcha de las piernas, el funcionamiento de todos los miembros, según el orden concebido el corazón y que es expresado por la lengua y que es ejecutado en todas las cosas” (Brice PARAIN, “Le pensèe prephilosophique en Egypte”, en Histoire de la Philosophie, Tomo 1, Enciclopedia de la Pleiade, Paris, 1969, p.7,).
[3] Cf. Le coeur, la langue… pp.88-190.
[4] El juego de estas interferencias, que forma el tejido de la Biblia entera, esta subrayado en el capítulo 17 del Eclesiástico.

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