Presentamos
a continuación la primera parte (de seis) de la traducción “casera” de un artículo
de Bernard de Gerardon, osb. titulado: “Antropología bíblica de la Regla de S.
Benito”, publicado en Collectanea
Cisterciensia 41,2 (1979), pp. 121-140. Nuestro propósito es ayudar a
reflexionar y profundizar en la espiritualidad monástica, por eso sugerimos
leer cada fragmento con atención y teniendo a mano la Biblia y la Regla de san Benito.
Los
que quieran profundizar en la temática pueden consultar también:
Pierre
Mourlon Beernaert, El hombre en el
lenguaje bíblico, Corazón, lengua y
manos en la Biblia, Cuadernos Bíblicos 46, Verbo Divino, Navarra, 1988, y Cecilia
Falcini, “La antropología monástica en la Regla de Benito”, CuadMon 148 (2004), pp. 21- 38; Monachesimo:
un camino di unificazione, Qiqajon, Bose, 1986.
Antropología bíblica
La
antropología de la Biblia discierne en el hombre tres niveles de vida: el de la
interioridad, el de la comunicación, el de la realización exterior[1].
Los distingue y los une. Los textos los presentan simultáneamente en un croquis
conjunto: “El enemigo tiene la dulzura en sus labios, mientras que en su
corazón planea tirarte a la fosa” (Eclo
12,16). O también: “¿Una palabra no vale más que un rico regalo? El hombre
amable une los dos” (Eclo 17,17). La
disposición interior de la caridad se traduce en la palabra comunicada y en la
ofrenda exterior de un obsequio.
La
alusión a cada uno de los tres niveles, a menudo discreta al punto de pasar
desapercibida, se hace manifiesta cuando surgen en la frase las palabras claves
que llaman la atención: la palabra corazón acarreando el cortejo de sus
actividades (los semitas atribuyen al corazón los pensamientos, los sentimientos,
los deseos, los proyectos…); la palabra boca y sus sucedáneos (los labios, la
lengua, la palabra, la llamada, el grito…), la palabra mano y sus derivados (el
brazo, el dedo, la acción, el gesto…). Cada nivel tiene un correlativo que hace
juego con el término clave y juega un rol equivalente. Así, al corazón
corresponden los ojos, sin duda porque ellos lo alimentan con sus percepciones
y, por otra parte reflejan su estado; la Biblia los junta gustosamente: “Mi
corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros” (Sal 131,1). A la boca que habla le corresponden las orejas que
escuchan. Las manos son correlativas a los pies.
En
las descripciones que dan los autores bíblicos, los sustantivos no están más
que para revelar la presencia de uno de los tres niveles. Los verbos y los
adjetivos hacen también lo mismo. El versículo citado en primer lugar, después
de haber mencionado los labios y el corazón, recurre a las formas verbales
meditar y arrojar, el primer y el tercer nivel. Desde entonces, los
términos cuyo empleo señala la aparición
de uno de los tres niveles se multiplican. En la red del corazón y de los ojos
aparecen entonces los verbos pensar, imaginar, amar, querer, mirar, ver, etc.,
y los adjetivos amable, decidido y otros. A la boca y a las orejas hacen de
séquito las palabras hablar, reír, gritar, escuchar, hablador, mudo, sordo,
elocuente… Las manos y los pies se asocian a los verbos obrar, marchar, correr,
detenerse y los adjetivos hábil, rápido…
La
percepción de los tres niveles distintos no es suficiente para dar cuenta de la
antropología bíblica. De hecho, el hombre de la Biblia manifiesta su vitalidad
haciendo jugar a la vez los tres niveles, que están en él conjuntamente,
conectados el uno con el otro. Piensa, ama, mira; y por consiguiente, o antes o
al mismo tiempo, habla o escucha; y, más aún, obra. La unión de los tres
términos está lejos de ser estricta, pero es una constante en los escritos
bíblicos para que se la pueda considerar como típico de una mentalidad. Cuando
dos términos de la tríada están solos en la superficie, se siente que el
tercero está subyacente.
Tal
es, visto bajo el ángulo particular del ejercicio de su vida concreta, el
hombre que presenta la Biblia. Esta visión es importante. No es, por otra
parte, propia de la Biblia, sino que pertenece al conjunto de la mentalidad
semítica. Desde la tercera mitad del tercer milenio antes de Cristo, aparece
ya, en efecto, en el documento de la teología menfita[2].
Parece hasta universal, ya que en todas las civilizaciones, ordena la
estructura del pensamiento, del lenguaje y de la acción[3].
La
cultura greco-latina ha dado un vuelco a esta corriente. Entregándose a un
esfuerzo de reflexión y abstracción, ha ubicado al hombre en el cuadro del
dualismo materia-espíritu definiéndolo como un compuesto de cuerpo y alma. Por
este paso, propone una antropología de tipo abstracta, analítica y estática,
mientras que la precedente era concreta, sintética y dinámica. Los dos puntos
de vista tienen su valor. Se complementan sin contradecirse, el uno elevando la
reflexión filosófica y el otro la experiencia vivida. Antes de filosofar
explícitamente, los griegos, se situaron en la corriente general: ¿Su logos no
era el lugar común donde se encontraban hasta llegar a coincidir la palabra
expresiva, el objeto exterior tomado en su forma de idea subjetiva, dicho de
otro modo los tres niveles del lenguaje, de la exterioridad y del corazón?
Un
rasgo notable de la antropología semítica es su parentesco con la teología.
Esto es sorprendente en la tradición hebraica. Si el hombre de la Biblia es la
única creatura dotada de pensamiento, de palabra y de acción, es porque Yavhé,
del que es imagen, tiene las mismas características: Él piensa, habla y actúa.
Dios tiene un corazón, misterioso, invisible, impenetrable-más aún que el del
hombre- y este corazón está lleno de amor, de proyectos, de ideas, de
pensamientos. Al corazón de Dios está unida su mirada: “Mis ojos y mi corazón
estarán allí siempre”, dice el Cronista a propósito del Templo. (2Cro 7,16). Lo que Dios piensa, lo dice:
“La boca del Señor ha hablado”, proclaman a porfía los profetas, antes de que
Cristo sea definido como la Palabra misma de Yavhé. Yahvé no solamente habla,
sino que escucha: “Escucha, Señor, mi gemido”, grita el salmista, “que tu oído
esté atento al clamor de mi plegaria” (Sal 130,1). Dios tiene un corazón y una
mirada, una boca y una oreja; Él tiene también una mano para actuar, y Él
marcha. Rige los destinos de Israel “con su mano poderosa y su brazo extendido”
(Deut 5,15). Y marcha hacia su
pueblo: “Preparen en el desierto un camino para Yavhé, tracen derecho en la
estepa un camino para nuestro Dios” (Is 40,3)
En
Dios, los tres niveles no hacen más que uno: Él ama toda su obra, ve todo, y lo
que dice, lo hace. En el hombre, por el contrario, en quien el pecado ha
introducido incoherencias, la unidad está siempre amenazada: “Un pecado de la
lengua que no puso su corazón” (Eccli 19,16).
“A ustedes, las mujeres, lo que su boca promete, es necesario que sus manos
ejecuten” (Jer 44,25).
La
Biblia no tiene la pretensión de develar el misterio interno de Yavhé, sino de
revelar sus relaciones con la creación y con el hombre. Las relaciones entre
Dios y el hombre se desarrollan en los tres niveles de vida que le son comunes
y que se transforman en lugares privilegiados de su encuentro. Yavhé mira lo
que hace el hombre y lo ama: “Él escruta los riñones y el corazón” (Sal 7,10). Escucha los cantos, los
gritos, las llamadas del hombre, y habla al hombre, que escucha o no escucha.
Actúa en favor del hombre, el cual ve sus obras y puede, conociéndolas y admirándolas,
amarle en su corazón[4].
La
antropología de la Regla de San Benito (RB),
como los elementos de la teología que le son conexos, permanecen radicalmente
fieles al modelo bíblico. La concurrencia al modelo helénico casi no afecta la
visión del hombre que propone san Benito. Sus estudios romanos, bañados de la
corriente cultural greco-latina, no lo han marcado tan profundamente como la
práctica de la Biblia, a la que ha dedicado sus largos años de “escuela del
servicio del Señor”. La vida monástica ha hecho de él, evidentemente un “hombre
de Dios” más que un letrado, un espiritual más que un humanista o un filósofo.
La
RB, por tributaria que sea de
diversos autores anteriores, ha sido considerada durante los siglos, como la
obra de San Benito, quien ha puesto en todo caso de manera magistral la última
mano. Se renunciará, en este breve artículo, al interés y al beneficio que
podría aportar un examen comparativo atribuido a san Benito mismo y a las
fuentes que utiliza ampliamente. Éste se contentará con mostrar cómo la RB en
su totalidad está impregnada de la tríada bíblica, no sólo en las numerosas
frases del texto, sino sobre todo en el espíritu general que ordena el depósito
monástico: un dinamismo procedente de Dios, llevándonos a Él, y pasando por los
tres caminos coordenados de la lengua, del corazón, y de las manos.
Continuará
[1] Esta
concepción bíblica del hombre está desarrollada en nuestro libro: El corazón, la lengua, las manos. Una visión
del hombre, Paris, Desclèe De Brouwer, 1974, 200 pag. Sobretodo tener en
cuenta las paginas 9-87. Un bosquejo del presente artículo ha aparecido bajo el
título “La antropología de la Regla”, Lettre
de Ligugè 141, 1973-3, pp.22-26.
[2] Este
texto venerable que constituye sin duda el más viejo ensayo filosófico de la
historia humana. Dice particularmente esto: “Este es él (corazón) que da todo
conocimiento, es la lengua la que repite lo que el corazón ha pensado… Así son
creados todos los trabajos y todo el arte, la actividad de las manos, la marcha
de las piernas, el funcionamiento de todos los miembros, según el orden
concebido el corazón y que es expresado por la lengua y que es ejecutado en
todas las cosas” (Brice PARAIN, “Le pensèe prephilosophique en Egypte”, en Histoire de la Philosophie, Tomo 1,
Enciclopedia de la Pleiade, Paris, 1969, p.7,).
[4] El
juego de estas interferencias, que forma el tejido de la Biblia entera, esta
subrayado en el capítulo 17 del Eclesiástico.
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