sábado, 24 de junio de 2017

Lectio divina y contemplación de/con un mural románico catalán de la Santa Cena (La Seu d'Urgell, s. XIII) Sexta parte

Jesús: el Señor y Maestro

 
“Ustedes me llaman Maestro y Señor: y tienen razón, porque lo soy”. Juan 13, 13 (Cf. Mateo 23, 8-12).
“El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor! Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua” (Juan 21, 7).
“Después el Ángel me dijo: Escribe esto: Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del Cordero. Y agregó: Estas son verdaderas palabras de Dios”. Apocalipsis 19, 9.

El Sentido – Orientaciónde los sentidos

“Esta lectura orante, bien practicada, conduce al encuentro con Jesús-Maestro, al conocimiento del misterio de Jesús-Mesías, a la comunión con Jesús-Hijo de Dios, al testimonio de Jesús-Señor del universo” (Documento de Aparecida 249) y a su contemplación.

Dice M. I. Rupnik:

“Lo que sucede sobre el altar, en la Eucaristía, se contempla de hecho en la comunidad que la celebra, porque lo que verdaderamente somos, es solo lo que somos en la Eucaristía. Y las paredes de la Iglesia recogen lo que sucede sobre el altar en la comunidad, imprimen este evento, lo absorben. Por eso la arquitectura y el arte en las paredes se convierten en autorretrato. Las paredes de la Iglesia son la tela sobre la cual la Iglesia pinta su autorretrato. Es más, es Cristo que por medio del Espíritu Santo dibuja el retrato de su esposa, la Iglesia. Justo así nace el arte de los cristianos, en una unidad orgánica con la liturgia y con la vida nueva, la vida divino-humana de la humanidad injertada en el cuerpo de Cristo”[1].

Concluimos con una cita de un monje benedictino inglés del siglo XII llamado Alejando de Cantorbery que comenta Ct 1, 4: “Me introdujo en la bodega”:

“En esta bodega se encuentran cuatro bordalesas (dolia) llenas de meliflua dulcedumbre, cuyos nombres son: simple historia, alegoría, moralidad, anagogía, esto es, inteligencia que tiende a las cosas superiores. Estas bordalesas se hallan ciertamente ordenadas: en primer lugar se halla junto a la puerta de la Escritura Santa la simple historia; luego la alegoría, esto es, la contemplación. Muy dulce bebida es la historia; pero más dulce es en la alegoría; dulcísima, empero, en la moralidad; incomparablemente mucho más dulce en la anagogía… La bebida que está contenida en la primera bordalesa son los ejemplos y gestas de los santos. Al aplicarnos a ellos, nuestras almas beben en cierto modo una gran dulcedumbre. En la segunda bordalesa, esto es en la alegoría, está la instrucción de la fe (fidei instructio); pues por la alegoría somos instruidos en la fe y somos imbuidos en el hombre interior por el sabor de una admirada suavidad. En la tercera bordalesa, esto es, en la moralidad, está la composición de las costumbres; pues por el sentido moral (per moralitatem) componemos nuestras costumbres (mores), y como restaurados por bebida de admirable dulcedumbre, nos manifestamos contentos y amables a nuestros prójimos. La bebida que está contenida en la cuarta bordalesa, aquélla que está en el ángulo, esto es en la anagogía, es cierto afecto suavísimo del divino amor, por cuya inefable dulcedumbre, cuando nuestra alma se restaura, en cierto modo se une a la misma suma divinidad. Por tanto cuando este bodeguero (cellarius) introduce a algunos en su bodega, esto es, en la Santa Escritura, del modo que dijimos anteriormente, les da a ellos de beber; a los más simples y rudos en la fe, y su amor les suele dar a beber de la primera bordalesa, esto es de la historia; a los más capaces les hace gustar de la alegoría, a los más perfectos de la moralidad, y a los perfectísimos, finalmente, de la anagogía, esto es de la contemplación”[2].


Addenda:

San Agustín de Hipona, Tratado 124 sobre el Evangelio de San Juan 5.7[3]

“Así, pues, la Iglesia tiene conocimiento de dos vidas que le han sido predicadas y encomendadas por divina inspiración, de las cuales una vive en la fe y la otra en la contemplación; la una en el tiempo de peregrinación, la otra en la eternidad de la mansión; la una en el trabajo, la otra en el descanso; la una en el camino, la otra en la patria; la una en el trabajo de la actividad, la otra en el premio de la contemplación; la una se aparta del mal para obrar el bien, la otra no tiene mal alguno que evitar y tiene un grande bien de que gozar; la una se bate con el enemigo, la otra reina sin enemigo; la una se hace fuerte en las adversidades, la otra no siente nada adverso; la una refrena las concupiscencias carnales, la otra se entrega a deleites espirituales; la una se afana por conseguir la victoria, la otra vive segura en la paz de la victoria; la una necesita ayuda en las tentaciones, la otra sin tentación alguna se goza en su protector; la una socorre al necesitado, la otra está donde no hay necesidades; la una perdona los pecados ajenos para que le sean perdonados los propios, la otra no tiene qué perdonar ni qué le sea perdonado; la una es sacudida por los males para que no se engría en los bienes, la otra por la plenitud de la gracia carece de todo mal para que sin peligro alguno de soberbia esté adherida al sumo Bien; la una debe discernir entre el mal y el bien, la otra sólo contempla el bien; en conclusión, la una es buena, pero aún llena de miserias; la otra es mejor y bienaventurada. Esta es figurada por el apóstol Pedro; aquélla, por Juan. Esta se desenvuelve totalmente aquí hasta el fin del mundo y allí encuentra su fin; aquélla será completa después de esta vida, pero en la otra vida no tendrá fin. Por eso se le dice a éste: Sígueme; de aquél, en cambio: Quiero que así, permanezca hasta que yo venga; ¿a ti qué? Tú sígueme. ¿Qué significa esto? ¿Qué ha de significar, según mis alcances y entendimiento, sino: Tú sígueme por la imitación, sufriendo los males temporales, y él quédese hasta que venga a daros los dones sempiternos? Más claramente puede decirse de este modo: Sígame una actividad perfecta, informada con el ejemplo de mi pasión; mas la contemplación, ya incoada, permanezca así hasta que yo venga, para completarla cuando yo haya venido. Sigue a Cristo la plenitud piadosa de la paciencia llegando hasta la muerte; mas la plenitud de la sabiduría, que entonces se ha de manifestar, permanece en este estado hasta la venida de Cristo. Aquí, en la tierra de los mortales, se toleran los males de este mundo; allí, en la tierra de los vivos, se contemplan los bienes del Señor. Pero en cuanto dice: Quiero que él permanezca hasta que yo venga, no ha de entenderse en el sentido de quedar o permanecer, sino en el sentido de esperar; porque lo que por él se significa, no se verificará ahora, sino cuando Cristo viniere. Mas en cuanto a lo que se significa por aquel a quien se dijo: Tú sígueme, si no se realiza durante esta vida, no se llegará a la vida que se espera. En esta vida activa, cuanto más amamos a Cristo, tanto más fácilmente nos libramos del mal; El, empero, nos ama menos en este estado, y nos saca de este estado para que no seamos siempre así. Allí nos ama más, porque ya no habrá en nosotros cosa que le desagrade y que tenga que arrancar; mas aquí no nos ama sino con el fin de curarnos y apartarnos de las cosas que El no ama. Luego nos ama menos aquí, donde no quiere que permanezcamos, y nos ama más allí, adonde quiere que pasemos y de donde no quiere que jamás caigamos. Ámele, pues, Pedro para que nos veamos libres de esta mortalidad, y sea amado por Juan para que seamos conservados en aquella inmortalidad…
7. Pero nadie separe a estos dos insignes apóstoles. Ambos estaban en lo que Pedro representaba y ambos habían de estar en lo que Juan figuraba. En figura le seguía aquél y permanecía éste; mas por la fe ambos toleraban los males de esta miseria, y ambos esperaban los bienes de aquella bienaventuranza. Y no sólo ellos, sino toda la Iglesia, Esposa de Cristo, hace esto para verse libre de estas tentaciones y guardarse para aquella felicidad. Estas dos vidas fueron figuradas por Pedro y por Juan, una cada uno; pero ambos temporalmente caminaron en ésta por la fe, y ambos gozaron de aquélla por la contemplación. Pedro, el primero de los apóstoles, recibió las llaves del reino de los cielos para atar y desatar los pecados a todos los justos pertenecientes inseparablemente al cuerpo de Cristo, para sostener el gobernalle de esta vida tempestuosa. Y en representación de esos mismos justos, destinados al pacatísimo seno de aquella vida secretísima, Juan el Evangelista estuvo recostado sobre el pecho de Cristo. Porque no solamente Pedro ata y desata los pecados, sino la Iglesia entera; como tampoco solamente Juan bebió en las fuentes del divino pecho que en el principio el Verbo Dios estaba en Dios y todas las otras cosas sublimes acerca de la divinidad de Cristo y de la Unidad y Trinidad de la divinidad, que en aquel reino se han de contemplar cara a cara, mas ahora, hasta que el Señor venga, son vistas como en un espejo y en figura, cosas que El dejaría escapar en su predicación. Mas también el Señor mismo difundió por todo el mundo su Evangelio para que todos, cada uno según su capacidad, bebiesen de él”.



[1]M. I. RUPNIK, “Arte como belleza de la fe y la vida consagrada como confesión gozosa de la misma”, en Profecía de amor, La Vida Consagrada, testimonio de misericordia, BAC, Madrid, 2015, pp. 62-63.
[2] ALEJANDRO DE CANTORBERY, PL 159, 707-708, citado por H. de Lubac, Exégèse Médiévale, Vol II, p. 637, traducción de J. SEIBOLD, La Sagrada Escritura en la Evangelización de América Latina, Tomo I, San Pablo, Bs. As. 1993, pp. 45-46, n. 51.
[3] CCL 36, 685-687. Obras de San Agustín XIV, BAC, Madrid, 1965, pp. 663-641.

domingo, 18 de junio de 2017

HOMILÍA DEL ABAD BENITO EN LA SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI


Sagrario obra de Ballester Peña (Museo de Arte Sacro)

La liturgia nos presenta lecturas distintas para los tres ciclos. Estás lecturas subrayan un aspecto particular de este gran misterio de la Eucaristía. Las de este año, Ciclo A, nos la presenta sobre todo como el alimento para avanzar por el camino del desierto de la vida hacia la tierra prometida del final de los tiempos.
Sería bueno entonces empezar por un análisis de las distintas hambres que padecemos hoy. Pero esto sería muy largo, veamos una en concreto sin pretender definir si es la principal. El mundo tiene hambre de unidad.
Hay desunión en el mundo entre las naciones; el Papa Francisco dice que estamos viviendo la tercera guerra mundial por sectores, tercera guerra mundial no menos peligrosa que las dos anteriores. Hay desunión, en algunos casos violencia entre distintas religiones. Hay desunión entre los que nos declaramos cristianos. La unidad perfecta no la encontramos en las parroquias, ni en las comunidades religiosas, ni en las familias.
“Padre que sean uno como Yo y Tu somos uno” Pero Jesús, además de rezar por la unidad, nos dio un medio para superar las divisiones: “Ámense unos a otros como yo los he amado”
Es la solución, es el mandamiento. Pero somos débiles y egoístas. Necesitamos el remedio. El remedio es una comida: el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
El texto del Deuteronomio, que se proclamó, nos habla de la situación del Pueblo Elegido en el desierto. En ese largo peregrinar de 40 años el Pueblo tenía que tener claro de dónde había salido: la esclavitud de Egipto y hacia dónde iba: la Tierra Prometida, Pero debilitado, sin agua y sin pan, corría el riesgo de olvidar las dos cosas, Dios, compadecido, hizo brotar agua de la roca y lo alimentó con el maná.
Jesús en el evangelio nos dice que es Él el verdadero maná. El maná del desierto le sirvió al Pueblo para sostener sus fuerzas físicas. El maná, que es el Cuerpo de Cristo, nos da ya desde ahora la vida eterna y siembra en nuestro cuerpo la semilla de la resurrección.
San Pablo en la carta a los Corintios nos indica el primer efecto del comer el Cuerpo y beber la Sangre de Jesús: la unidad en Cristo: “Formamos un solo Cuerpo porque participamos de un único pan”.
San Agustín profundiza y desarrolla esta verdad. Cristo es la cabeza, los cristianos somos sus miembros. Los miembros no están separados de la Cabeza porque es un Cuerpo vivo. Cuando en la Eucaristía recibimos a la Cabeza, recibimos también a sus miembros, todos los bautizados. Allí se curan las heridas, allí se suturan las divisiones, allí se superan los egoísmos. La Eucaristía es antídoto de los egoísmos y fermento de unidad.

Cuando comulgamos con el Cristo que murió y resucitó por nosotros, comulgamos también con los mártires de hoy que también están muriendo por nosotros. Cuando comulgamos el Cuerpo de Cristo, clavado en la cruz por nosotros, comulgamos con todos sus miembros que hoy están sufriendo en distintas cruces; las cruces de las injusticias, las cruces de las víctimas de violencia, las cruces de los destierros, las cruces de las enfermedades. Cuando comulgamos con Cristo,”hecho pecado” por nosotros, comulgamos con nuestros hermanos con quienes compartimos el pecado para poder compartir la misericordia. Cuando comulgamos con Cristo, que se hizo en todo semejante a nosotros, compartimos con nuestros hermanos sus alegrías y esperanzas y sus sufrimientos y angustias. Cuando comulgamos con Cristo,  sentado glorioso a la derecha del Padre, comulgamos con la Virgen María y todos los santos, comulgamos con nuestros seres queridos que han muerto y ya están gozando en el cielo.

sábado, 17 de junio de 2017

Lectio divina y contemplación de/con un mural románico catalán de la Santa Cena (La Seu d'Urgell, s. XIII) Quinta parte

4. Juan, el discípulo amado-teólogo

 

4. 1. Juan reclinado sobre Jesús
Juan 13, 21-30. “Uno de ellos – el discípulo al que Jesús amaba- estaba reclinado muy cerca de Jesús… El se reclinó sobre Jesús y le preguntó: Señor ¿Quién es?”.
Juan 21, 20: “Pedro, volviéndose, vio que lo seguía el discípulo al que Jesús amaba, el mismo que durante la Cena se había reclinado sobre el Jesús y le había preguntado: Señor ¿Quién es el que te va a entregar?”
Juan 21, 21: Cuando Pedro lo vio, preguntó a Jesús: Señor, ¿y qué será de este? Jesús le respondió: Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa? Tú sígueme”.
Juan 15, 1-11: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí”.

4.2. Juan descansa sobre Jesús
Salmo 131 (130) 2: “…yo aplaco y modero mis deseos: como un niño tranquilo en brazos de su madre, así esta mi alma dentro de mi” (Cf. Juan 14, 27-31; 2 Corintios 1, 3-7)
Cantar de los Cantares 1, 7: “Dime, amado de mi alma, dónde llevas a pastar al rebaño, dónde lo haces descansar al mediodía, para que no ande vagando junto a los rebaños de tus compañeros” (Cf. Apocalipsis 14, 13).
Cantar de los Cantares 2, 14: “Paloma mía, que anidas en las grietas de las rocas, en lugares escarpados, muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz; porque tu voz es suave y es hermoso tu semblante” (Cf. Jn 14, 1-7).
Hebreos 4, 1-11: “Y aquel que entra en el Reposo de Dios descansa de sus trabajos, como Dios descansó de los suyos. Esforcémonos, entonces, por entrar en ese Reposo…”.

4.3. Juan duerme sobre Jesús
2 Samuel 12, 3: “El pobre no tenía nada, fuera de una sola oveja pequeña que había comprado. La iba criando, y ella crecía junto a él y sus hijos: comía de su pan, bebía de su copa y dormía en su regazo. ¡Era para él como una hija!”.
Cantar de los Cantares 2, 7: “¡Júrenme, hijas de Jerusalén… que no despertarán ni desvelaran a mi amor, hasta que ella quiera!”
Cantar de los Cantares 5,2: “Yo duermo, pero mi corazón vela: oigo a mi amado que golpea. ¡Ábreme, hermana mía, mi amada, paloma mía, mi preciosa! Porque mi cabeza está empapada por el rocío y mi cabellera por la humedad de la noche”.
Cantar de los Cantares 8, 5: “Quién es esa que sube desde el desierto, reclinada sobre su amado? Te desperté debajo del manzano, allí donde tu madre te dio a luz, donde te dio a luz la que te engendró”.

4. 4. Juan contempla a Jesús
Juan 20, 3-10: “Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro… Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó”.
Juan 21,1- 8: “El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor!”.
Juan 1, 1-2: “Al principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios”.
1 Juan 1, 1.4: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que hemos tocado con nuestras manos acerca de la Palabra de Vida, es lo que les anunciamos” (Cf. Juan 21, 14).

4. 5. Juan se identifica con Jesús (Cf. Romanos 8, 28-30; Filipenses 3,21; 1 Corintios 15,49).
Juan 1, 9-14: “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Cf. Apocalipsis 1,9)
Juan 19, 25-27: “Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: Mujer, aquí tienes a tu hijo”.
Juan 20, 11-18: “Jesús le dijo: No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y al Padre de ustedes; a mi Dios y al Dios de ustedes”.
1 Juan 3, 1-2: “Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”.

“quo tendas anagogia”
(la anagogía lo que has de esperar)
Sentido espiritual-anagógico
(místico o escatológico).
Esperanza.

Vía unitiva - Perfectos.

sábado, 10 de junio de 2017

Lectio divina y contemplación de/con un mural románico catalán de la Santa Cena (La Seu d'Urgell, s. XIII) Cuarta parte

3. Pedro, el discípulo pescador-pastor

  

3.1 La copa de Pedro y el cáliz de Jesús (Cf. Lucas 22, 17-18; 1 Corintios 10, 16; 11, 25-29)
Mateo 26, 36-42: “…cayó con el rostro en tierra, orando así: Padre mío, si es posible, que pase lejos de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya… y suplicó: Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba, que se haga tu voluntad” (Cf. Hechos 1, 26; Mateo 6, 10; Juan 6, 38).
Marcos 14, 32-42: “…Y Jesús dijo a Pedro: Simón ¿duermes? ¿No has podido quedarte despierto ni siquiera una hora? Permanezcan despiertos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Cf. Romanos 7, 14-25).
Mateo 23, 25-28: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que limpian por fuera la copa y el plato, mientras que por dentro están llenos de codicia y desenfreno! ¡Fariseo ciego! Limpia primero la copa por dentro, y así también quedará limpia por fuera”.
Marcos 10, 35-40: “Jesús les dijo: No saben lo que piden. ¿Pueden beber el cáliz que yo beberé y recibir el bautismo que yo recibiré? Podemos, le respondieron. Entonces Jesús agregó: Ustedes beberán el cáliz que yo beberé y recibirán el mismo bautismo que yo…” (Cf. Salmo 16 (15), 5).

3.2. Los ojos de Pedro mirando a Jesús
Lucas 5, 1-11: “Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús y le dijo: Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador” (Cf. Éxodo 33,20; Lucas 22, 54-62).
Mateo 16, 13-20: “Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús le dijo: Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo”. (Cf. Marcos 8, 27-30; Lucas 9, 18-21).
Juan 6, 64-71: “Simón Pedro le respondió: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que tu eres el Santo de Dios”.
Hechos 1, 9-11: “Como permanecían con la mirada puesta en el cielo mientras Jesús subía... Hombres de Galilea, ¿por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la misma manera que lo han visto partir” (Cf. Juan 21, 15-19).

3. 3. La espada baja de Pedro
Lucas 22, 31-38: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el trigo, pero yo he rogado por ti para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos…Señor le dijeron, aquí hay dos espadas. El les respondió: Basta”.
Lucas 22, 47-53: “Los que estaban con Jesús viendo lo que iba a suceder, le preguntaron: Señor, ¿usamos la espada?...Pero Jesús dijo: Dejen, ya está…”.
Juan 18, 1-11: “Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha….Jesús dijo a Simón Pedro: Envaina la espada. ¿Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?”.
Mateo 26, 47-56: “Jesús le dijo: Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere. ¿O piensas que no puedo recurrir a mi Padre? El pondría inmediatamente a mi disposición más de doce legiones de ángeles…”.

“moralis quid hagas”
(la moral cómo has de obrar)
Sentido espiritual-tropológico
(práctico o moral).
Caridad.

Vía iluminativa - . Proficientes.

domingo, 4 de junio de 2017

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS


Ven, Espíritu Santo,
y envía desde el cielo
un rayo de tu luz.

Ven, Padre de los pobres,
ven a darnos tus dones,
ven a darnos tu luz.

Consolador lleno de bondad,
dulce huésped del alma
suave alivio de los hombres.

Tú eres descanso en el trabajo,
templanza de la pasiones,
alegría en nuestro llanto.

Penetra con tu santa luz
en lo más íntimo
del corazón de tus fieles.

Sin tu ayuda divina
no hay nada en el hombre,
nada que sea inocente.

Lava nuestras manchas,
riega nuestra aridez,
cura nuestras heridas.

Suaviza nuestra dureza,
elimina con tu calor nuestra frialdad,
corrige nuestros desvíos.

Concede a tus fieles,
que confían en tí,
tus siete dones sagrados.

Premia nuestra virtud,
salva nuestras almas,
danos la eterna alegría.
Amén.

La secuencia de Pentecostés Veni Sancte Spiritus es una oración, con la que la Iglesia pide la venida del Espíritu Santo. Recuerda la primera venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en Pentecostés.

Hechos 2,1 Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. 2 De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. 3 Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. 4 Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. 5 Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. 6 Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. 7 Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? 8 ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? 9 Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, 10 en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, 11 judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».

El texto poético se atribuye a Stephen Langton (alrededor de 1150-1228), arzobispo de Canterbury, aunque también fueron considerados sus autores tanto el rey de Francia Roberto II el Piadoso (970-1031) como el papa Inocencio III (ha. 1161-1216).


I.                  Rainero Cantalamessa, ofmcap

Todos hemos visto en alguna ocasión la escena de un coche averiado: dentro está el conductor y detrás una o dos personas empujando fatigosamente el vehículo, intentando inútilmente darle la velocidad necesaria para que arranque. Se detienen, se secan el sudor, vuelven a empujar… Y de repente, un ruido, el motor se pone en marcha, el coche avanza y los que lo empujaban se yerguen con un suspiro de alivio. Es una imagen de lo que ocurre en la vida cristiana. Se camina a fuerza de impulsos, con fatiga, sin grandes progresos. Y pensar que tenemos a disposición un motor potentísimo («¡el poder de lo alto!») que espera sólo que se le ponga en marcha. La fiesta de Pentecostés debería ayudarnos a descubrir este motor y cómo ponerlo en movimiento.
El relato de Hechos de los Apóstoles comienza diciendo: «Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar». De estas palabras deducimos que Pentecostés preexistía… a Pentecostés. En otras palabras: había ya una fiesta de Pentecostés en el judaísmo y fue durante tal fiesta que descendió el Espíritu Santo. No se entiende el Pentecostés cristiano sin tener en cuenta el Pentecostés judío que lo preparó. En el Antiguo Testamento ha habido dos interpretaciones de la fiesta de Pentecostés. Al principio era la fiesta de las siete semanas, la fiesta de la cosecha, cuando se ofrecía a Dios la primicia del trigo; pero sucesivamente, y ciertamente en tiempos de Jesús, la fiesta se había enriquecido de un nuevo significado: era la fiesta de la entrega de la ley en el monte Sinaí y de la alianza.
Si el Espíritu Santo viene sobre la Iglesia precisamente el día en que en Israel se celebraba la fiesta de la ley y de la alianza es para indicar que el Espíritu Santo es la ley nueva, la ley espiritual que sella la nueva y eterna alianza. Una ley escrita ya no sobre tablas de piedra, sino en tablas de carne, que son los corazones de los hombres. Estas consideraciones suscitan de inmediato un interrogante: ¿vivimos bajo la antigua ley o bajo la ley nueva? ¿Cumplimos nuestros deberes religiosos por constricción, por temor y por acostumbramiento, o en cambio por convicción íntima y casi por atracción? ¿Sentimos a Dios como padre o como patrón?
El secreto para experimentar aquello que Juan XXIII llamaba «un nuevo Pentecostés» se llama oración. ¡Es ahí donde se prende la «chispa» que enciende el motor! Jesús ha prometido que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (Lc 11, 13). Entonces, ¡pedir! La liturgia de Pentecostés nos ofrece magníficas expresiones para hacerlo: «Ven, Espíritu Santo… Ven, Padre de los pobres; ven, dador de los dones; ven, luz de los corazones. En el esfuerzo, descanso; refugio en las horas de fuego; consuelo en el llanto. ¡Ven Espíritu Santo!».


II. San Juan Pablo II, Homilía de Pentecostés 1998.

5. Veni, Sancte Spiritus!... la magnífica secuencia, que contiene una rica teología del Espíritu Santo, merecería ser meditada, estrofa tras estrofa. Aquí nos detendremos sólo en la primera palabra: Veni, ¡ven! Nos recuerda la espera de los Apóstoles, después de la Ascensión de Cristo al cielo.
En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas nos los presenta reunidos en el cenáculo, en oración, con la Madre de Jesús (cf. Hch 1, 14). ¿Qué palabra podía expresar mejor su oración que ésta: «Veni, Sancte Spiritus»? Es decir, la invocación de aquel que al comienzo del mundo aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1, 2), y que Jesús les había prometido como Paráclito.
El corazón de María y de los Apóstoles espera su venida en esos momentos, mientras se alternan la fe ardiente y el reconocimiento de la insuficiencia humana. La piedad de la Iglesia ha interpretado y trasmitido este sentimiento en el canto del «Veni, Sancte Spiritus». Los Apóstoles saben que la obra que les confía Cristo es ardua, pero decisiva para la historia de la salvación de la humanidad. ¿Serán capaces de realizarla? El Señor tranquiliza su corazón. En cada paso de la misión que los llevará a anunciar y testimoniar el Evangelio hasta los lugares más alejados de la tierra, podrán contar con el Espíritu prometido por Cristo. Los Apóstoles, recordando la promesa de Cristo, durante los días que van de la Ascensión a Pentecostés concentrarán todos sus pensamientos y sentimientos en ese veni, ¡ven!
6. Veni, Sancte Spiritus! Al empezar así su invocación al Espíritu Santo, la Iglesia hace suyo el contenido de la oración de los Apóstoles reunidos con María en el cenáculo; más aún, la prolonga en la historia y la actualiza siempre.
Veni, Sancte Spiritus! Así continúa repitiendo en cada rincón de la tierra con el mismo ardor, firmemente consciente de que debe permanecer idealmente en el cenáculo, en perenne espera del Espíritu. Al mismo tiempo, sabe que debe salir del cenáculo a los caminos del mundo, con la tarea siempre nueva de dar testimonio del misterio del Espíritu.
Veni, Sancte Spiritus! Oremos así con María, santuario del Espíritu Santo, morada preciosísima de Cristo entre nosotros, para que nos ayude a ser templos vivos del Espíritu y testigos incansables del Evangelio.
Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! ¡Alabado sea Jesucristo!


III.         Jean Lafrance, Acto de ofrenda al Espíritu Santo, Día y Noche, San Pablo, Madrid, 1993, pp. 119-120.

Padre, en nombre de Jesús, dame tu Espíritu.
Trinidad santa, confesamos el poder de Dios, que ha resucitado a Jesús de entre los muertos, y creemos que el Espíritu fue derramado en abundancia sobre María y los apóstoles reunidos en oración en el cenáculo. Te alabamos por la fuerza de lo alto, que revistió a los discípulos haciendo de ellos testigos de Cristo resucitado; por los dones y los carismas dados a la Iglesia.
Confesamos también que en el bautismo hemos sido poseídos por el poder de ese mismo Espíritu, que ha hecho su morada en nosotros y nos ha identificado con Cristo vivo, convirtiéndonos en hijos adoptivos del Padre y en templos de la Trinidad santa.
Confesamos también que este Espíritu está encarcelado en nuestros corazones de piedra y que no puede desplegar en nuestra vida y en la Iglesia el poder del nombre de Jesús resucitado mediante signos manifiestos.
Por ello suplicamos a Jesús, sentado a la derecha del Padre, que acepte rogarle en su nombre, a fin de que nos envíe al Espíritu Santo. Que ilumine nuestra inteligencia para que descubramos la voluntad del Padre, que nos dé su fuerza para cumplirla y que encienda en nuestro corazón el fuego de su amor.
Como el Espíritu nos consagra en la verdad y la santidad, queremos ofrecerle todo nuestro ser y entregarnos a su acción creadora y santificadora. Confiamos esta ofrenda a la Virgen toda pura y toda santa, a fin de que nos obtenga la gracia de obedecer a todas sus inspiraciones.
Puesto que no sabemos orar como conviene y Jesús nos pide que oremos sin cesar, suplicamos al Espíritu Santo que venga a orar en nosotros con gemidos inenarrables. Que haga brotar la oración de lo profundo de nuestro corazón, le cure de todas sus heridas y nos introduzca en los abismos del amor trinitario.

Finalmente, rogamos al Espíritu que despliegue en nosotros el poder del Resucitado, a fin de que se produzcan curaciones, signos y prodigios en el nombre de Jesús y de que podamos anunciar con seguridad la Palabra de Dios. Amén.

sábado, 3 de junio de 2017

Lectio divina y contemplación de/con un mural románico catalán de la Santa Cena (La Seu d'Urgell, s. XIII) Tercera parte

2. Pablo, el discípulo convertido-apóstol

 

2. 1. La espada levantada de Pablo
Efesios 6, 10-17: “Tomen el casco de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios”.
Hebreos 4, 12-13: “Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (Cf. 1 Pedro 1, 23)
Isaías 49,2-3: “El hizo de mi boca una espada afilada, me ocultó a la sombra de su mano; hizo de mi una flecha punzante, me escondió en su aljaba”.
Apocalipsis 19, 11-16: “De su boca sale una espada afilada, para herir a los pueblos paganos…” (Cf. Apocalipsis 1, 16)

2.2. Los ojos de Pablo fijos en Jesús
Hechos 9, 1-9. 17-19: “Saulo se levantó del suelo y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo tomaron de la mano y lo llevaron a Damasco. Allí estuvo tres días sin ver…En ese momento, cayeron de sus ojos una especie de escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado” (Cf. Tobías 11; Marcos 10, 46-52).
Hechos 26, 17-18: “A ellas te envío para que les abras los ojos, y se conviertan de las tinieblas a la luz y del imperio de Satanás al verdadero Dios, y por la fe en mí, obtengan el perdón de los pecados y su parte en la herencia de los santos” (Cf. Apocalipsis 4, 18).
Hebreos 12, 2: “Fijemos la mirada en el iniciador y consumador de nuestra fe, en Jesús, el cual en lugar del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz sin tener en cuenta la infamia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Cf. Hebreos 2, 10).
1 Corintios 13, 12: “…ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mi”.

2. 3. La mano de Pablo señalando a Jesús
Filipenses 2, 5-11: “Tengan los mismo sentimientos de Cristo Jesús… se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres…”.
Colosenses 1, 15-20: “El es imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas… El es el Principio, el primero que resucitó de entre los muertos…”.
1 Timoteo 3, 16: “En efecto es realmente grande el misterio que veneramos: El se manifestó en la carne, fue justificado en el Espíritu, contemplado por los ángeles, proclamado a los paganos, creído en el mundo y elevado a la gloria”.
Hebreos 1, 1-3: “El es el esplendor de su gloria y la impronta de su ser. El sostiene el universo con su palabra poderosa y después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a la derecha del trono de Dios en lo más alto del cielo”.

“quid credas allegoria”
(la alegoría lo que has de creer)
Sentido espiritual-alegórico
(analógico o dogmático)
Fe.

Vía purgativa- Incipientes.