sábado, 20 de enero de 2018

La oración: “lucha cuerpo a cuerpo que se gana dejándose vencer” - Lectio de Génesis 32, 23-33 según una Catequesis de S. S. Benedicto XVI- (Segunda Parte)

      III. La noche, la lucha y la sombra



“La noche es momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica «un hombre» de manera genérica, «uno, alguien»; se trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese «alguien» ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios”.



Los dos elementos a subrayar son la noche y la lucha. La noche es una realidad y un signo. Viajar de noche es una práctica conocida como defensa contra el calor, pero no lo es cruzar un río de noche aunque sea por un vado. La noche oculta el rostro, la identidad; en ella el hombre es débil y el enemigo fuerte, y por ella se explica el pavor y la duración de la pelea. Pero, también solíamos cantar un himno que dice: “La noche no interrumpe tu historia con el hombre. La noche es tiempo de salvación. De noche descendía tu escala misteriosa, hasta la misma piedra donde Jacob dormía. La noche es tiempo de salvación. De noche celebrabas la Pascua con tu Pueblo, mientras en las tinieblas volaba el exterminio…”[1].

En esa noche acontece un evento: una lucha. Algunos hacen notar que fue el otro el que lucho con Jacob, o al menos el que lo ataca. ¿De quién se trata? ¿Un pastor, un brujo, un sabio, un bandido, el demonio del torrente, que defiende los límites y cobra peaje (Cf. Ex 4, 24 ss); el espíritu protector de Esaú, que le echa en cara la injusticia; el ángel de Jacob, para infundirle coraje por su desconfianza; el mismo Jacob en su propia dualidad (integro pero suplantador; soñador pero sin imaginación; honesto pero miedoso; sereno pero introvertido; inteligente pero frustrado; astuto pero manipulado; distanciado de su padre pero asfixiado por su madre; amante de alguien con quien no se podía casar pero que fue amado por alguien con quien se había casado sin amor); o será Dios el que lucha con él (Cf. Os 12, 4)?

Lucha con Dios o mejor lucha de Dios. Lo divino en Jacob ha luchado y ha vencido lo humano de Jacob, descubre su otro yo (verdadero yo), resiste al agresor y vence al ser vencido, logra la victoria sobre sí mismo al tomar conciencia, asumir, su verdad. Percibe lo divino en sí mismo, descubre su nombre, su identidad, su vocación (Dios habita, está presente, en el interior del hombre).

Jacob en la noche lucha con su sombra. Como dice el benedictino Anselm Grün:



“En la historia bíblica que relata la lucha de Jacob con alguien desconocido se hace patente el Dios oscuro. Jacob se encuentra solo en medio de la noche. En ese momento entra en escena un hombre que sale de la oscuridad y se entabla una lucha entre ambos. Es un duelo de vida o muerte y se extiende a lo largo de la noche hasta que raya el alba. El hombre con el que lucha, que en realidad parecería que no tiene nada que ver con Dios, le da un golpe certero en la articulación femoral y lo hiere. De pronto, Jacob se detiene y ambos hombres se encuentran cara a cara, ambos sienten una confianza mutua y se animan a hablar. Jacob le pide que lo bendiga pues siente que necesita la fuerza de este hombre que surge de la oscuridad y que necesita la fuerza de la sombra de este hombre para poder enfrentar a su hermano Esaú. En esta situación extrema, Jacob experimenta a Dios. En este hombre oscuro, que lo ataca y lo hiere, Dios lo bendice y le ofrece un nuevo nombre. Ya no se llamará Jacob. Ya no será un farsante. Él pasa a llamarse Israel, es decir, el que ha sido fuerte contra Dios. Jacob sale transformado de esa lucha nocturna, y su experiencia de la noche oscura ha servido de bendición para muchos y lo ha transformado en patriarca de muchas naciones”[2].



Y como afirma en otro lugar, Jacob en el camino de su vida ya se había encontrado con su sombra, pero siempre había huido de ella[3]. Y nuevamente:



“Piensa que deberá hacer frente a su sombra. Le entra miedo y planea congraciarse con su hermano por medio de regalos. Pero fueron inútiles todos los intentos humanos de vencer el resentimiento del hermano a base de regalos, porque Jacob no tendría que enfrentarse ya con su propia sombra. Esto había tenido lugar en la singular escena de la lucha nocturna, mano a mano, con un hombre misterioso (Gén 32, 32-33). Jacob no puede esquivar aquella lucha. Se ve obligado a afrontar su propia verdad”[4].



En nuestra vida espiritual debemos encontrar y pelear con nuestra sombra, para encontrarnos y hablar con Dios:



“En Jacob nos muestra la Biblia que hay dos maneras de salir al paso de la propia sombra. La primera es la de luchar con la sombra. La segunda consiste en postrarse humildemente ante la sombra y acatarla. Cuando Jacob se encuentra con su hermano Esaú, se postra ante él siete veces consecutivas. Entonces corre Esaú hacia él, lo abraza y lo besa. Lloran juntos los dos… Es significativo que, en las dos maneras de encuentro con la sombra, se reconoce siempre a Dios en la sombra”[5].



La lucha en la noche con la sombra es el paradigma de nuestra experiencia de Dios:



“Dios sale a nuestro encuentro no sólo en la luz, sino también en la tiniebla; no sólo en el descanso, sino también en la lucha. Dios no es sólo un Dios tierno y cariñoso; es también un Dios que agarra y hiere. Quien se adentra en esta lucha, aun a riesgo de quedar herido, llegara a ser realmente hombre”[6].



(En la Segunda serie de sentencias Bernardo de Claraval escribe: “94. Jacob lucho cuatro veces: en el seno materno con Esaú; en la adolescencia con su mismo hermano; en Mesopotamia con Labán; en Betel con el ángel”[7]. Y en la Tercera serie de sentencias agrega:

“39. La triple lucha. Luchamos contra la carne, contra el siglo o los falsos hermanos, contra el diablo, contra Dios. Lucho Jacob con su hermano en el vientre de su madre. Lucho en cierto modo cuando le arrebató los derechos de primogenitura. Lucho contra Labán y luego contra el ángel. Labán significa blanquear al diablo”[8].)





IV. La herida, el abrazo y la bendición



“El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – «no conseguía vencerlo» (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición: «No te soltaré si antes no me bendices» (v.27). El que con engaños le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente”.



En la lucha se da un juego entre retener y soltar (Cf. Jn 16, 7). Como dice el poeta:



“El amor no consiste sólo en una entrega pasiva sino que es una tensión de todo nuestro ser, según aquellas célebres palabras de los Cantares: Ha puesto la mano izquierda sobre mi cabeza y, con su diestra, me abrazará. Con una mano me retiene y me sostiene, y, con la otra, me atrae[9].



Si reunimos libremente algunos pasajes del Cantar de los Cantares podríamos armar un texto paralelo al que nos ocupa, para leerlo en clave esponsal:



“Me encontraron los guardias que rondan la ciudad. Me golpearon y me hirieron, me quitaron el manto los centinelas de las murallas” (Ct 5, 7). “Pero apenas los pasé, encontré al amor de mi alma: lo agarré y ya no lo soltaré, hasta meterlo en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me llevó en sus entrañas” (Ct 3,4). “Ponme la mano izquierda bajo la cabeza, y abrázame con la derecha” (Ct 1, 6). “Pone la mano izquierda bajo mi cabeza y me abraza con la derecha” (Ct 8, 3).



La lucha produce una herida, que experimentada desde la fe, es decir asumida, transfigurada y resucitada, nos abre a la gracia divina y a la ayuda de los hermanos. La herida nos hace humildes, pacientes, confiados, vigilantes y misericordiosos. Nada ilustra mejor esta “espiritualidad de la herida” que lo que nos relata Thomas Merton, ocso.:



“Un día, cuando la sencilla muchacha (Lutgarda de Aywieres) se hallaba detrás de la reja del locutorio escuchando las palabras de su admirador (que quería seducirla), Cristo se apareció de repente en su humanidad, brillando ante sus asombrados ojos. Le mostró la herida del costado y le dijo: No busques más placer en este afecto impropio: mira, aquí para siempre, lo que debes amar y cómo debes amar: aquí en esta herida, te prometo el más puro de los goces”[10].



En esta lucha, relación amorosa, Dios doblega al hombre y se deja retener por él. Jacob gana por su pertinacia, su perseverancia, en agarrarse, sujetarse al Señor, abrazándose desesperadamente a él. No era la primera vez que se agarraba del primogénito (Cf. Gn 25, 26). “Hijo mío –dice el Eclesiástico-, cuando te acerques a servir al Señor, prepárate para la prueba maten tu corazón firme, sé valiente, no te asustes cuando te sobrevenga una desgracia; pégate a él, no lo sueltes, y al final serás enaltecido” (2, 1-3). Esta es también la experiencia del profeta Jeremías que cuenta la violencia que Dios le hacía (Cf. Jr 15, 17) contra la que intente rebelarse en vano (Cf. Jr 20, 8), y tiene que confesarse vencido (Cf. Jr 20, 7).

El jesuita Michel de Certeau analizando una obra del místico Jean-Joseph Surin escribe:



“Atrapado por el Enemigo victorioso, Jacob al principio vivió en el diálogo «el espanto de una llegada tan brusca e imprevista de ese Todopoderoso que golpea antes de advertirlo». Pero esta guerra se convierte en una lucha amorosa. «En lugar de desesperarse en un combate comenzado con tanto calor entre partes desiguales», «se excita sin embargo a la confianza. Los abrazos del antagonista lo tranquilizan. Sus apretones le aumentan el valor. Sus contactos lo fortifican. Sus sacudidas le dan cada vez más firmeza. Esta guerra comienza a gustarle, sólo porque los combatientes no tienen por finalidad la separación de uno y otro, sino la unión». La herida que lo debilita lo une más al que lo golpea (La Croix de Jésus, III, 27, ed. Florand, 1937, pp. 526-527)”[11].



Herida es sinónimo de impotencia, de darse por vencido y por eso de abandono, confianza y bendición. Dejarse herir es dejarse bendecir. En reconocer la miseria reside la grandeza, como dice Pascal: “La grandeza del hombre es tal en el hecho de reconocerse miserable. Un árbol no sabe de su miseria. Hay miseria en experimentarse miserable; pero hay grandeza en saber que se es miserable”[12]. El Señor nos conceda también poder experimentar nuestra herida por su abrazo como una bendición.

(Y decir con el cisterciense Guerrico:



“¡Oh bondad llena de astucia! Con que amor luchas contra los mismos en favor de quienes luchas… Por tanto, no desesperes, resiste, alma feliz, que has entrado en lucha con Dios. Sí, le gusta que le hagas violencia y desea ser vencido por ti. Aunque está irritado y extiende la mano para golpearte, busca, como él mismo confiesa, un hombre… que le oponga resistencia. No lo encuentra y se queja diciendo: ’No hay nadie que se alce y me detenga’…”[13].)

Pedro Edmundo Gómez, osb.



[1] Himno de Completas del Martes, Monasterio de Nuestra Señora de la Paz, Córdoba.
[2] Anselm Grün, Para experimentar a Dios, abre tus sentidos, Lumen, Bs. As., 2002, p. 137.
[3] Cf. Anselm Grün, Luchar y amar, Cómo los hombres se encuentran a sí mismos, San Pablo, Bs. As., 2005, pp. 49.51.
[4] Idem., p. 50.
[5] Idem., p. 52.
[6] Idem., p. 53.
[7] San Bernardo de Claraval, Sentencias, Obras completas de San Bernardo VIII, BAC, Madrid, 1993, p. 87.
[8] Idem., p. 155.
[9] Paul Claudel, ¡Señor, enséñanos a orar!, Editorial Excelsa, Bs. As., 1946, p. 61.
[10] Thomas Merton, “¿Qué llagas son ésas?”, en Obras Completas I, Sudamericana, Bs. As., 1960, pp. 1339-1340.
[11] Michel de Certeau, La fábula mística: siglos XVI-XVII, Universidad Iberoamericana, Departamento de Historia, México, 2004, p. 273.
[12] Blas Pascal, Pensamientos 397, ed. Brunschvig.
[13] Citado por Jacques Loew, p. 42.

sábado, 13 de enero de 2018

La oración: “lucha cuerpo a cuerpo que se gana dejándose vencer” - Lectio de Génesis 32, 23-33 según una Catequesis de S. S. Benedicto XVI- (Primera Parte)



“Es, sobre todo, un combate,

un cuerpo a cuerpo con el Libro,

ese Libro que es en su totalidad el Libro de los combates del Señor;

más aún, que no es otra cosa que el Verbo de Dios,

Jesús, hijo de María…

Lucha larga y dura,

de la que se sale siempre victorioso,

pero herido, cojo para siempre.

Lucha que no se acaba sino en las lágrimas y la oración…

Dulce combate, más agradable que toda paz.

Lucha hermosísima,

la del lector empeñado en vencer las resistencias de la Palabra de Dios”
(Ruperto de Deutz, citado por H. de Lubac)



 


Del Libro del Génesis 32, 23-33:



“Aquella misma noche Jacob se levantó, tomó a sus dos esposas, a sus dos sirvientas y a sus once hijos, y los hizo cruzar el vado de Yaboc. A todos los hizo pasar al otro lado del torrente, y también hizo pasar todo lo que traía con él. Y Jacob se quedó solo. Entonces alguien luchó con él hasta el amanecer. Este, viendo que no lo podía vencer, tocó a Jacob en la ingle, y se dislocó la cadera de Jacob mientras luchaba con él. El otro le dijo: «Déjame ir, pues ya está amaneciendo». Y él le contestó: «No te dejaré marchar hasta que no me des tu bendición». El otro, pues, le preguntó: «¿Cómo te llamas?». El respondió: «Jacob». Y el otro le dijo: «En adelante ya no te llamarás Jacob, sino Israel, o sea Fuerza de Dios, porque has luchado con Dios y con los hombres y has salido vencedor». Entonces Jacob le hizo la pregunta: «Dame a conocer tu nombre». Él le contestó: «¿Mi nombre? ¿Para qué esta pregunta?». Y allí mismo lo bendijo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel, o sea Cara de Dios, pues dijo: «He visto a Dios cara a cara y aún estoy vivo». El sol empezaba a dar fuerte cuando cruzó Penuel, y él iba cojeando a causa de su cadera. Por esta razón los hijos de Israel no comen, hasta el día de hoy, el nervio del muslo, porque tocó a Jacob en la ingle, sobre el nervio del muslo”.



La Sagrada Escritura nos propone este texto “misterioso” para la lectio divina, deberemos descalzarnos para entrar en él, por eso seguiremos las huellas de una catequesis de S. S. Benedicto XVI[1], de la serie sobre la oración, a la cual haremos algunos comentarios, para poder permanecer en él y orar con él, esperando que Dios nos venza y bendiga, nos toque y nos muestre su rostro.





I. Texto difícil e importante[2]



“Queridos hermanos y hermanas, hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial de la historia del Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo”.



Dos ideas de esta introducción: a) “es un fragmento de difícil interpretación”, y b) “importante para nuestra vida de fe y oración”. “Por su importancia y por sus enigmas. Es un tema que fascina al teólogo contemplativo y al espíritu religioso; es un enigma que enardece al investigador”[3]. Según algunos el autor, posiblemente yahvista, quiere decir sin propasarse, quiere revelar velando, para eso retoma materiales populares-folclóricos (demonio del vado, nervio ciático) y algunos elementos de tradición elohista; el texto muestra una sedimentación sucesiva en la historia de su redacción; por eso se han propuesto diversas lecturas (diacrónica y sincrónica).

Como los protagonistas tienen más de un nombre (“alguien”/Dios, Jacob/Israel), las palabras más de un significado y las preguntas dan lugar a preguntas en lugar de respuestas, algunos sugieren que es mejor dejarse impresionar por los símbolos.

Laban, el suegro engañador y estafado, ha partido, y Esaú, el hermano engañado y enojado, no ha llegado aún. El protagonista tiene que dar el paso de las tierras arameas a las cananeas, debe regresar a la tierra de sus padres (Cf. 2 Co 5, 17); lo que implica cruzar el Yaboc, “río azul” de Galaad tributario del Jordán, una fuente bautismal, la clave Pascual se refuerza por las indicaciones temporales: noche – aurora – día. Se producen en realidad dos peleas: una, cuerpo a cuerpo, y la otra, palabra a palabra (Jacob “cuenta con una lengua muy expedita para salir de apuros”[4]). Hasta se podría pensar que el episodio forma un díptico con el relato de Betel (Cf. Gn 28, 10-22), como se puede ver en la iluminación medieval que se encuentra al final.

Se nos narra aquí una experiencia fundamental (humana y religiosa), por eso como señala Gianfranco Ravasi tiene gran influencia en la cultura contemporánea:



“El poeta ruso Maiakovski considera este encuentro nocturno de Jacob como una parábola de su búsqueda y su rechazo personal. La lucha es para él expresión del ateísmo irónico, agresivo: «Es archisabido: entre Dios y yo existen muchísimos desacuerdos», escribe. Pero, al mismo tiempo, aflora una certeza y una presencia: «Aquí vive el soberano de todo, mi rival, mi insuperable enemigo». Es, por supuesto, diferente el sentido del relato para el Jacob (París 1970) del poeta cristiano francés Pierre Emmanuel: «Para que el resultado del combate no ofrezca dudas, es preciso que Dios no pueda nada frente al hombre y el hombre lo pueda todo frente a Dios. Y así, Dios lucha en forma de hombre, teniendo como único atributo de majestad nuestro sello real, la faz humana». El escritor contemporáneo marroquí de lengua francesa Tahar Ben Jelloun usa en filigrana la narración bíblica en su Criatura de arena para señalar el encuentro entre el protagonista y un espíritu misterioso. El teólogo H. Cox observa, por su parte, que «el nombre, es decir, la realidad del nuevo pueblo, Israel, no se configura ya sobre la base de la fidelidad, sino más bien en razón de la lucha con Elohim-Dios»…[5].



Un encuentro con Dios, consigo mismo y con el hermano, en un juego de relaciones que se tensan y trenzan. ¿Por cuál hilo empezar? La fraternidad traicionada y restablecida es la clave de lectura del Génesis. Dos textos bíblicos confirmarían esta perspectiva:



“En el vientre suplantó a su hermano, siendo adulto luchó contra Dios, luchó con un ángel y lo venció. Lloró y alcanzó misericordia; en Betel lo encontró y allí habló con él: «El Señor, Dios de los ejércitos, su nombre es El Señor». Y tú, conviértete a tu Dios, practica la lealtad y la justicia, espera siempre en tu Dios” (Os 12, 4-7);

“Lo defendió de sus enemigos y lo puso a salvo de sus asechanzas le dio la victoria en la dura batalla, para que supiera que la piedad es más fuerte que nada” (Sb 10, 12).



(C. S. Lewis en Los cuatro amores escribe con mucha penetración:



“Examinemos igualmente la frase: ‘Yo he amado a Jacob y, en cambio, he odiado a Esaú (Malaquías 1,2-3). ¿Cómo se presenta en la historia real esa cosa llamada ‘odio’ de Dios por Esaú? No, de ningún modo, como podríamos esperarlo. No hay, por supuesto, base alguna para suponer que Esaú tuvo un mal fin y que perdió su alma; en el Antiguo Testamento, aquí y en otras partes, no tiene nada que decir respecto a tales puntos. Y, por lo que se nos cuenta, la vida terrena de Esaú fue, de todos puntos de vista corrientes, bastante más bendita que la de Jacob. Es Jacob quien sufre todos los desengaños, humillaciones, terrores y desgracias; pero tiene algo que Esaú no tiene: es un patriarca. Entrega a su sucesor la tradición hebraica, transmite la vocación y la bendición, llega a ser un antepasado de Nuestro Señor. El ‘amor’ a Jacob parece que significa la aceptación de Jacob para una elevada, y dolorosa, vocación; el ‘odio’ a Esaú, su repudio: es ‘rechazado’, no consigue ‘tener éxito’, es considerado no apto para ese propósito divino. Así pues, en último término, debemos rechazar o descalificar lo que para nosotros sea lo más próximo y querido cuando eso se interponga entre nosotros y nuestra obediencia a Dios…”[6].)





II. Relaciones difíciles e importantes



“Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se refugió en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo -que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte para él en una singular experiencia de Dios”.



Aquí se sintetiza la prehistoria del relato: las relaciones fraterno-filiales de Jacob. La relación con Esaú es desde la concepción conflictiva y así cuando:



“Crecieron los chicos. Esaú se hizo experto cazador, hombre agreste, mientras que Jacob se hizo honrado beduino. Isaac prefería a Esaú porque le gustaban los platos de caza. Rebeca prefirió a Jacob. Un día que Jacob estaba guisando un potaje, volvió Esaú agotado del campo. Esaú dijo a Jacob: Déjame tragar de eso pardo, que estoy agotado. (Por eso le llaman Edom=Pardo/rojo). Respondió Jacob: -Si me vendes ahora mismo tus derechos de primogenitura. Esaú replicó: -Yo estoy que me muero: ¿qué me importan los derechos de primogénito? Dijo Jacob: Júramelo ahora mismo. Se lo juró y vendió a Jacob sus derechos de primogénito. Jacob dio a Esaú pan con potaje de lentejas. El comió, bebió, se alzó y se fue y así malvendió Esaú sus derechos de primogénito” (Gn 25, 27-34).



Los hermanos son presentados como opuestos contradictorios: Esaú/caza, Jacob/casa. Esaú/inquieto, Jacob/apacible. Esaú/padre, Jacob/madre, simbolizando dos grupos, pueblos en conflicto (Cf. Gn 27, 27 ss). Esaú por sangre tenía la primogenitura, pero Jacob la tendrá por gracia, porque su madre había recibido la profecía de que el mayor serviría al menor (Cf. Gn 25, 23), porque a veces el segundo, el último, es el elegido por Dios (Abel, Gedeón, David, Salomón…). Al primogénito le correspondía: doble parte en la herencia paterna, primacía sobre los hermanos, ejercicio del sacerdocio y privilegio de transmitir las divinas promesas, por eso al vender su derecho Esaú se convierte en profanador (Cf. Hb 12, 16), porque no reconoce, no valora y renuncia a los dones de Dios, cambia la primogenitura por un guiso.

Y la relación de Jacob con su padre no es menos problemática:



“Cuando Isaac se hizo viejo y perdió la vista, llamó a Esaú, su hijo mayor, y le dijo: - ¡Hijo mío! Le contestó: - Aquí estoy. Le dijo: -Mira, ya estoy viejo y no sé cuándo voy a morir. Así que toma tu aparejo, arco y aljaba, y sal a descampado a cazarme alguna pieza. Después me la guisas como a mí me gusta y me la traes para que la coma. Pues quiero darte mi bendición antes de morir. Rebeca escuchaba lo que Isaac decía a su hijo Esaú. Esaú salió a descampado a cazar y traer alguna pieza. Rebeca le dijo a su hijo Jacob: -He oído a tu padre que decía a Esaú tu hermano: «Tráeme una pieza y guísamela, que la coma; pues quiero bendecirte en presencia del Señor antes de morir». Ahora, hijo mío, obedece mis instrucciones. Vete al rebaño, selecciona dos cabritos hermosos y se los guisaré a tu padre como a él le gusta. Tú se lo llevarás a tu padre para que coma y así te bendecirá antes de morir. Replicó Jacob a Rebeca su madre: -Sabes que Esaú mi hermano es peludo y yo soy lampiño. Si mi padre me palpa y quedo ante él como un embustero, me acarrearé maldición en vez de bendición. Su madre le dijo: - Yo cargo con la maldición, hijo mío. Tú obedece, ve tráemelos. Él fue, los escogió y se los trajo a su madre; y su madre los guisó como le gustaba a su padre. Rebeca tomo el traje de su hijo mayor Esaú, el traje de fiesta que guardaba en el arcón, y se lo vistió a Jacob, su hijo menor. Con la piel de los cabritos le cubrió las manos y la parte lisa del cuello. Después puso en manos de su hijo Jacob el guiso que había preparado con el pan. El entró a donde estaba su padre y le dijo: - Padre mío. Le contestó: -Aquí estoy. ¿Quién eres tú, hijo mío? Jacob respondió a su padre: -Yo soy Esaú, tu primogénito. He hecho lo que me mandaste. Incorpórate, siéntate y come de la caza; y después me bendecirás. Isaac dijo a su hijo: -¡Qué prisa te has dado para encontrarla, hijo mío! Le contestó: - Es que el Señor tu Dios me la puso al alcance. Isaac dijo a Jacob: -Acércate que te palpe, hijo mío, a ver si eres tú mi hijo Esaú o no. Se acercó Jacob a Isaac, su padre, el cual palpándole dijo: - La voz es la voz de Jacob, las manos son las manos de Esaú. No le reconoció porque sus manos eran peludas como las de su hermano Esaú. Y se dispuso a bendecirlo. Preguntó: -¿Eres tú mi hijo Esaú? Contestó: - Lo soy». Le dijo: -Acércame la caza, que coma; y después te bendeciré. Se la acercó y comió, luego le sirvió vino, y bebió. Isaac, su padre, le dijo: - Acércate y bésame, hijo mío. Se acercó y lo besó. Y al oler el aroma del traje, lo bendijo diciendo: -Mira, el aroma de mi hijo como aroma de un campo que ha bendecido el Señor. Que Dios te conceda roció del cielo feracidad de la tierra, abundancia de grano y de mosto, te sirvan pueblos y te rindan vasallaje naciones. Sé señor de tus hermanos, que te rindan vasallaje los hijos de tu madre. ¡Maldito quien te maldiga, bendito quien te bendiga!” (Gn 27, 1-29).



Si ponemos este largo relato en paralelo con el que nos ocupa, aparecen significativas similitudes: ceguera de Isaac y no visión nocturna de Jacob; la lucha con la ayuda de la madre y la pelea solo; a una pregunta por su nombre miente, se lo cambia, usurpa uno que no es el suyo, ante la misma pregunta dice la verdad, pero se lo cambian por otro que es más propio; recibe la bendición del padre por el fraude y la de Dios por el esfuerzo; hizo trampa, echó una zancadilla, ya antes había agarrado el talón de su hermano, y le echan una llave, le tocan el muslo y queda rengo.

Es también curioso el papel de la comida en estas relaciones. El padre pide una comida a su gusto para morir contento, mientras el hermano la pide para no morir de hambre. El guiso del padre es preparado por la madre y el hijo, y el de Esaú era el que iba a comerse Jacob.

Las relaciones se entrelazan generando conflictos. La mala relación paterna engendra una mala relación fraterna. Jacob está herido por su padre y teme a su hermano, pero debe retornar a su casa, después de veinte años de ausencia-autoexilio. Siente miedo por la incertidumbre, ante la posible venganza. Es un soñador insignificante porque vive de y en los sueños de los otros. Cela y envidia a su hermano, es sobreprotegido y asfixiado por su madre. Tiene una primogenitura comprada y una bendición robada. Está pasando por la gran crisis, la crisis de los cuarenta, la mitad de la vida, la crisis de la experiencia de Dios. (“…pasará aún por pruebas muy duras: primero, la esterilidad de Raquel; después de la deshonra de Dina, su hija, la perdida de José, su preferido; de Simeón, de Benjamín. A este Jacob tan humano, tan excesivamente humano, lo sentimos muy cerca de nosotros. Abraham y Moisés son demasiados grandes”[7]).

Jacob temiendo el encuentro con su hermano pasa de urdir planes (conducta demasiado humana) a orar (confiar en el Dios de las promesas), pero será una lucha y un diálogo, que estaba totalmente fuera de sus planes, la que le posibilitará dar el paso de la huida al encuentro, del miedo al temor y de este al amor, o mejor dicho, de la angustia a la confianza.



“Jacob lleno de miedo y angustia, dividió en dos caravanas su gente, sus ovejas, vacas y camellos, calculando: si Esaú ataca una caravana y la destroza se salva la otra… Pasó allí la noche. Después, de lo que tenía a mano escogió presentes para su hermano Esaú… Los regalos pasaron delante; él se quedó aquella noche en el campamento. Todavía de noche se levantó, tomó a sus dos mujeres/esposas (Lía, la mayor, fea-fecunda, no amada, y Raquel, la menor, hermosa-infecunda, amada, envidiosa), las dos criadas (Zilpa y Bilha) y los once hijos y cruzo el vado del Yaboc. A ellos y a cuanto tenía los hizo pasar el río” (Gn 32, 8-9. 14. 22-24).



Jacob está dominado por el miedo y por eso actúa con doblez. Piensa tácticas y estrategias mientras ora, reza pero desconfía. Envía primero regalos y luego se humillará (siete postraciones) ante Esaú, pero por las dudas si eso falla, divide para salvar algo, pero esto puede darnos pie para otra reflexión con sabor monástico.

En Jacob podemos apreciar cómo se encadenan y nos encadenan las pasiones: la soberbia y el orgullo lo llevan a la envidia y los celos, estos desencadenan la ira y el miedo, este llama a la tristeza y la angustia, que trata de ser superada por la posesión y la avaricia… Y si tenemos en cuenta que por el vado de Yaboc primero pasan los afectos y luego las posesiones, en pasos sucesivos para quedarse solo (Cf. 1 Mac 5, 37-44; 16, 5 s), es posible pensar en un proceso de purificación/conversión. Primera renuncia: la desafección (familia, amigos), y la segunda: la desapropiación (trabajo, profesión). El relato nos hablaría de la ascesis, de la purificación interior del patriarca, por eso en la vocación de Natanael se nos habla del israelita sin dolo (Cf. Jn 1, 43-45).

¿Para qué se queda solo?, ¿para negociar con nuevos regalos y evitar el combate, o pensar otra estrategia, o descansar un poco, o rezar? No lo sabemos, pero si sabemos que ocurrirá algo que escapa a su propio proyecto, a su propia voluntad, tercera renuncia, en la que aprenderá a ser hijo y hermano, y por eso patriarca: “De noche en una visión, Dios dijo a Israel: -¡Jacob, Jacob! Respondió: -Aquí estoy. Le dijo: - Yo soy, el Dios de tu padre. No temas bajar a Egipto, porque allí te convertiré en un pueblo numeroso. Yo bajaré contigo a Egipto y yo te haré subir…” (Gn 46, 2-4).

Pedro Edmundo Gómez, osb.



[1] Catequesis del miércoles 25 de mayo de 2011. “El combate de Jacob en la catequesis del Papa sobre la oración”, L’ Osservatore Romano, Año XLIII, núm. 22, 29 de mayo de 2011, p. 12.
[2] Los títulos son nuestros y están presentados de a pares.
[3] Luís Alonso Schöekel, ¿Dónde está tu hermano? Textos de fraternidad en el libro del Génesis, Institución San Jerónimo 19, Valencia, 1985, p. 201
[4] Jacques Loew, En la escuela de los grandes orantes, Narcea, Madrid, p. 36.
[5] Gianfranco Ravasi, El libro del Génesis (15-20), Herder-Ciudad Nueva, Barcelona-Madrid, 1994, p. 226-227.
[6] C. S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid, 2017, pp. 164-165.
[7] Jacques Loew, op. cit., p. 36.

sábado, 6 de enero de 2018

‘Nada absolutamente antepondrán a Cristo; y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna’ (I)



“La condición más importante para el logro de la comunidad reside en la exigencia de Benito que dice ‘Nada absolutamente antepondrán a Cristo; y que él nos lleve a todos juntos a la vida eterna’ (RB 72, 11s). Benito tomó esta frase de la espiritualidad de los mártires. Se la encuentra en forma semejante en Cipriano (+258). Por lo visto, Benito esta convencido de que la convivencia sólo se logrará si los monjes están imbuidos del espíritu de los mártires, de su disponibilidad a la entrega, de su valor para comprometerse totalmente con Cristo y para dar testimonio de él. Si la comunidad vive centrada solamente en sí misma, en el bienestar de cada uno de los miembros, pronto se disolverá. Se estofará tanto en su propio jugo que sucumbirá en él. La comunidad necesita de una meta que la trascienda. Esta meta debe ser algo más que un trabajo en común. En última instancia, debe ser una meta trascendente: Dios o Jesucristo. Sólo si los monjes colocan a Cristo por encima de cualquier otra cosa y comprometen su vida por él tendrá consistencia la comunidad.



Pero en esta frase resuena para mi aún algo más. Mi experiencia con la vida comunitaria me ha mostrado que nunca la comunidad satisfará mis necesidades de hogar, de ser asumido, de cobijamiento y sostén. La comunidad me decepcionará una y otra vez. Pero precisamente el desengaño con la comunidad nos remite a Cristo. Sólo si veo en Cristo mi fundamento último podré resistir en la comunidad. Sólo si no antepongo nada a Cristo podré experimentar la comunidad en forma realista. Entonces tendré a veces la vivencia de la comunidad como un lugar en el que se experimenta a Cristo, como, por ejemplo, en la liturgia comunitaria, o en conversaciones logradas, en las que nos damos participación mutua en nuestra búsqueda de Dios. Pero en otra oportunidad, experimento a la comunidad en su banalidad y medianía, en su pensar de miras estrechas y en su girar en torno a problemas sin importancia. No obstante, si me importa Cristo, no me quiebro ante esa experiencia, sino que la tomo como estímulo para fundarme aún más hondamente en Cristo y para encaminarme realmente hacia él. Sólo el puede satisfacer mi anhelo más hondo”

(A. Grün, Benito de Nursia, Espiritualidad enraizada en la tierra, Herder, Barcelona, 2003, pp. 104-105).

martes, 2 de enero de 2018

EL MONJE Y EL FIN-INICIO DEL AÑO


¿Qué celebramos cuando celebramos el fin de año? ¿Qué significa celebrar que un año termina y que comienza otro? ¿Por qué a las 00.00 hs. nos levantamos de nuestros asientos, alzamos las copas y brindamos deseándonos felicidades? ¿Por qué se escuchan por doquier el sonido de los cohetes, bombas de estruendo, y se ven en los cielos los resplandores de los fuegos de artificio? Creo que se está celebrando la esperanza. Es la manera como en la actualidad se festeja la esperanza. Esperanza de que si el año que se va fue malo, el que llega será bueno, y si el que se va ha sido bueno, el que viene que sea mejor. Llegado este momento final del año, pueden echarse en olvido los fracasos, las derrotas, las amarguras, los desencuentros, los malentendidos, los propósitos no realizados, las metas no alcanzadas; todo puede empezar a mejorar a partir del año que viene, todo puede hacerse nuevo, empezarse con ímpetu y ánimo renovado porque  confiamos en que el año nuevo nos traerá la alegría, la gracia y la bendición.
Esto que se vive cada 365 días, el monje tiene la gracia de vivirlo todos los días de su vida. Cada noche, al rezar el Oficio de Completas, y más especialmente al momento de entonar las estrofas del Cántico del anciano Simeón, el monje le entrega a Dios todo lo vivido durante su jornada: lo bueno y lo no tan bueno; los aciertos y los errores; las fricciones comunitarias y la alegría fraterna; lo que ha podido realizarse y lo que quedó sin terminar; incluso las dudas, las tibiezas, los dolorosos retrocesos en el camino. Todo pasa a las manos de Dios, es entregado tal y como está; sin maquillaje, sin pasteleos, para que Dios lo reciba y lo llene de su misericordia, dándole Él el valor que desee darle, otorgando peso de eternidad a las pobres obras de nuestras manos.
A semejanza de lo que ocurre con cada fin de año, el monje llega a cada noche, a cada “fin del día”, celebrando en su corazón una gozosa esperanza. Pero es un festejo que no lleva en sí una demostración exterior de júbilo, ni el bullicio de salutaciones extrovertidas; es una celebración suave y serena, interior, porque el monje sabe que al despertarse de su sueño, en sólo un par de horas, comenzará un día nuevo, y que ese día vendrá cargado de todas las promesas de Dios, día que llegará revestido de esperanza, con los fulgores resplandecientes que brotan de la Palabra de Dios que saldrá a su encuentro y lo iluminará como aurora. Ese “mañana” del monje, que se aguarda cada noche, es un nuevo comienzo, un punto de partida, una hoja en blanco, en la que el monje espera que Dios mismo venga en ayuda de su servidor para asistirlo en la ardua tarea de la conversión del corazón, de la purificación de todo el ser y de la configuración con Cristo, que venga para despejar las dudas y aclarar el camino,  para consolar y fortalecer, para visitar nuevamente el corazón de aquel que ha puesto en Él toda su esperanza y hacerle ver nuevamente su salvación.
Por ello tal vez en los Monasterios se celebra el Año Nuevo sin el ruido y la excitación que adquieren estos festejos en otros ámbitos. El monje no espera tanto en Año Nuevo sino el Día Nuevo, y para él, cada noche puede ser la que antecede a ese Día Nuevo y Eterno, el único que merece ser esperado sobre todos los días.
Hno. Gabriel, Novicio

lunes, 1 de enero de 2018

29 de diciembre de 2017


Padre José Blas Veronesi, osb.

60 ANIVERSARIO DE MI ORDENACIÓN SACERDOTAL




1ªJn. 2, 3-11—S. 95, 1-3. 5-6 – Lc.2, 22-35

HOMILÍA DE LA MISA PRESIDIDA POR EL SR. ARZOBISPO DE TUCUMÁN

Queridos hermanos:

La Palabra de Dios que estamos celebrando me mueve a compartir con Ustedes dos sentimientos que inundan mi alma en este momento: Acción de gracias y testimonio de la misericordia del Señor.

Acción de gracias:

El evangelio que se acaba de proclamar nos invita a hacer nuestro el gozo y la acción de gracias del anciano Simeón.
Lleno del Espíritu Santo y conducido por Él, tomó en brazos al Niño Jesús y reconoció en ese niño pequeño al Ungido del Padre: el Mesías prometido y esperado durante siglos.  El Espíritu Santo le había prometido que no moriría sin ver al Ungido de Yahvé. 
Simeón, bajo la acción del Espíritu Santo, exultó  de gozo y prorrumpió en canto de alabanza y acción de gracias y, con asombro de María y José, lo proclamó Salvador de todos los pueblos: “Luz para iluminar a los paganos y gloria de tu Pueblo Israel”.
Fue tan intensa su alegría por haber contemplado con sus ojos al Salvador, que su canto, más que acción de gracias se hizo anhelo incontenible del gozo eterno.
Qué el anciano Simeón nos contagie su alegría y su acción de gracias!
Hoy, Hermanos, la Iglesia nos convoca a proclamar en esta Eucaristía las maravillas que obra el Señor: Hoy queremos dar gracias por el don del sacerdocio que, en Jesús, el Padre ha regalado a su Iglesia.
En los 60 años de mi ordenación sacerdotal levantemos nuestra mirada hacia Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. 
Más allá  de este elegido, fijemos nuestros ojos en la munificencia de un Dios que elige la pequeñez de sus servidores para que se haga manifiesta la gloria de su fidelidad: Un Dios AMOR inquebrantablemente FIEL a la Alianza que establece con nosotros; FIEL a su elección, FIEL a su Alianza más allá de cuantas veces nosotros la hayamos quebrantado: los dones del Señor son sin arrepentimiento: Él nunca se desdice!
Hoy debemos dar gracias al Padre por nuestro Sumo Sacerdote Jesucristo que ha querido hacer presente su sacerdocio hasta que Él vuelva, en aquellos a quienes hizo partícipes de su unción sacerdotal por el Espíritu Santo:   A Ti, Señor, gloria, alabanza y acción de gracias por estos 60 años de tu presencia sacerdotal en la pequeñez de tu servidor!
Es justo, también, hermanos, que hoy demos gracias por lo que  el Señor ha hecho en Ustedes porque Cristo-Sacerdote ha querido asumirlos en su sacerdocio, constituyéndolos en Pueblo Santo, Pueblo sacerdotal por el bautismo.
Es justo darle gracias porque a lo largo de los siglos sigue llamando al Orden Sagrado a hombres frágiles para que Ustedes, Pueblo sacerdotal, en cada Eucaristía puedan ofrecerse con Cristo al Padre como hostia viva en sacrificio espiritual.
Qué el Padre bueno nos conceda no sólo celebrar con Cristo la Eucaristía, sino también con Él y en Él “ser Eucaristía” a lo largo de todo nuestro día, a lo largo de toda nuestra vida. Ser Eucaristía es estar atento a todas las necesidades de nuestros hermanos, es brindarnos sin medida, “es dejarnos comer” como Jesús por todo el que necesite nuestra entrega.  Ser Eucaristía es hacer vida el Mandamiento Nuevo del amor.
Que María y José nos presenten hoy en este templo, para que Jesús desde nuestro servicio sacerdotal siga siendo luz que ilumina a los paganos y gloria de su pueblo Israel, el nuevo Israel que es su Iglesia.

Acción de gracias y testimonio, les dije al comenzar.

Mi testimonio de todos estos años de vida sacerdotal y monástica no puede ser otro que proclamar la misericordia del Señor.
En la historia de mi vocación (que en profundidad sólo el Señor conoce) su misericordia se manifestó antes de cualquier búsqueda mía. Como diría el Papa Francisco: “me primerió”.
No me cabe duda que mi vocación sacerdotal y monástica surgió, floreció y maduró al calor de una familia profundamente cristiana: un padre y una madre para quienes Dios era lo primero; una madre que en la sencillez transparente de su fe fue con absoluta confianza a la iglesia donde fuimos bautizados a pedirle al Señor que le concediera un hijo sacerdote… y el Señor que supera todo deseo le dio, no uno, sino dos… y además, monjes! 
¿Cómo sentí el llamado?  Misterio del amor del Señor! 
Ante la clásica pregunta que tantas veces se hace a los niños: Qué quieres ser  cuando seas grande? Sólo recuerdo la respuesta en mi interior: Seré sacerdote. Sin duda, todavía en la nebulosa de mi mente infantil; pero en la claridad del Dios que llama.
Pero no sólo quería ser sacerdote, quería serlo con los monjes benedictinos.
Que ¿Qué podía entender a mis siete o diez años, de sacerdocio y de vida monástica? Esas son preguntas que se hacen las personas mayores! A esa edad, más que entender, se vive… se vive una inquietud que el Señor ha sembrado en el corazón.
¿Cómo la sembró en mi caso? Ane todo, como dije, desde el clima espiritual de mi familia y desde la oración de una madre.
Pero también, hoy estoy convencido que aquella primera nebulosa se fue haciendo luz en el contacto con un santo monje sacerdote cuya unción, entrega y celo apostólico lo llevaba hasta poner en riesgo su salud y su misma vida por llevar a todos a Cristo.
Periódicamente establecía en mi casa el centro de sus misiones rurales. Un gran galpón se transformaba por unos diez días  en templo multi-uso de catequesis, predicación, sacramentos y eucaristía.
Sin que yo lo reflexionara el ejemplo de su vida fue penetrando como por ósmosis todo mi ser.
Pude luego compartir unos diez días con los niños aspirantes en la Abadía de los monjes. Y allí me llevó el Señor a mis diez años. 
Todavía contemplo a mi madre en el andén de la estación de tren despidiéndome, quizás con el corazón desgarrado, pero rebozando felicidad…
Y el Señor fue haciendo pacientemente su obra. En lo que llamaban “el Oblatado” (seminario menor de la Abadía), viejo edificio a unos doscientos metros del Monasterio se desarrollaba toda nuestra jornada de oración, estudio y formación.
Allí  fui conociendo mejor la vocación sacerdotal, enamorándome cada vez más de la vida monástica.
Esperábamos con ansia los domingos y fiestas en que los niños podíamos participar de la liturgia de los monjes.
Y así pasaron esos años de estudios humanísticos, el año de noviciado, la profesión monástica, el trienio de filosofía, le teología y, ya en la fundación de este Monasterio, la ordenación sacerdotal, hace hoy sesenta años…
Y el Señor, siempre FIEL, sosteniendo, animando, afianzando, perdonando…
Y, por cierto, junto a Él, la constante presencia de María, a lo largo de todos estos años, con momentos puntuales muy intensos.
¿Qué más puedo, sino dar testimonio de la infinita misericordia del Señor?
SÍ, es justo proclamar su misericordia porque he vivido la experiencia de que Él nunca nos abandona, de que siempre nos tiene de su mano; experiencia del amor de un Padre fiel que disipa nuestras tinieblas con la luz de su Espíritu Santo;
experiencia de su gracia que alienta y sostiene nuestra entrega en los días de bonanza y en el agobio de la lucha;
experiencia de su fuerza que nos fortalece en nuestras flaquezas; experiencia de un Cristo siempre presente aún en las más oscuras noches de nuestra fe vacilante;
experiencia del Cristo que camina con nosotros por las oscuras quebradas de nuestras dudas;
experiencia del Cristo dormido pero vigilante que calma las olas de un mar tempestuoso a punto de hundir nuestra barca;
experiencia del Cristo que nos rescata del barro de nuestro pecado, nos lava en su sangre y nos reviste con el manto de su luz;
experiencia de la ternura del Padre bueno que  en el silencio contemplativo de nuestra oración, nos mira como a Jesús, nos habla al corazón y en la brisa suave de su voz nos dice : “Tú eres mi hijo muy amado…”  

Hermanos, silenciemos el corazón para escuchar siempre esa palabra del Padre; permanezcamos siempre con Jesús bajo esa mirada.

SEÑOR Y PADRE NUESTRO, CONCÉDENOS

VIVIR SIEMPRE CON ALEGRÍA

BAJO TU MIRADA.

AMÉN